¿Ingenuos o perseverantes? Quinientos años después de su fundación, los habitantes de la Ciudad de México siguen pagando las consecuencias de haberse establecido en un terreno tan irregular. La Cuenca del Valle de México es un lugar de varias bondades pero, el suelo frágil y blando heredado de lo que antes era una extensa red de lagos; no es una de ellas. Esta problemática se recrudece en temporada de lluvias y, aunque existen registros de terribles anegaciones que retroceden hasta 1600, la última gran inundación del siglo XX en la capital se vivió un 15 de julio de 1951.

Aquel verano del 51, el temporal se precipitó furioso sobre la ciudad. Según consta en periódicos de la época, tras horas de lluvia ininterrumpida los capitalinos despertaron la mañana del lunes 15 de julio sumergidos en un auténtico caos. El Río Consulado había excedido su nivel inundando Tlatilco, y el Río San Joaquín se desbordaba sobre el Hospital Español. Los muros reblandecidos de la Colonia Guerrero se desmoronaban al tacto. Otras zonas rebasaron la marca de los dos metros de agua, sepultando a decenas de hogares y comercios en una violenta marejada. Nuevamente, la metrópoli cedía ante una problemática añeja, logrando que las obras hidráulicas existentes fueran degradadas a la obsolescencia.

En ese momento, el encargado de desahuciar al Valle de México era el Gran Canal de Desagüe. Fue inaugurado durante el porfiriato y, a través de sus 47 kilómetros de longitud, transportaba el líquido desde San Lázaro hasta la Laguna de Zumpango y luego al estado de Hidalgo. Pero, aquella madrugada, el Gran Canal no captó agua. La lluvia se acumuló en colectores, drenajes, calles y viviendas que, posteriormente, colapsaron ante la insuficiencia del sistema. Desde la Candelaria de los Patos en el oriente; pasando por la Condesa en el poniente; la Tránsito, Obrera, Doctores, San Pedro de los Pinos y Portales al sur; hasta la Guerrero y Peralvillo en el norte; la mitad de los entonces 3 millones de habitantes en la capital terminaron con sus casas y negocios hundidos.

Si bien nos enfrentábamos de nuevo a una catástrofe natural; ello no fue motivo suficiente para desacelerar el frenético ritmo de vida del ex Distrito Federal. Archivos fotográficos dan cuenta de la improvisación de andadores con tablones y adoquines; mientras que lanchas de madera y balsas de hule sirvieron como medios de transporte temporales. Los audaces se lanzaban a 16 de Septiembre y Bolívar como si de una alberca se tratara y, aquellos más perspicaces, ofrecieron sus servicios de gondoleros para hacerse de unos centavos en medio de la adversidad.

Hicieron falta diez días y sistemas de bombeo extraordinarios para secar el lago de fango producto de la inundación. Incluso existen algunos registros que indican que a la ciudad le tomó tres meses rehabilitarse por completo. A la hora de establecer culpables se señaló tanto a la Refinería de Azcapotzalco como a la Estación de Trenes de Buenavista, por su responsabilidad en generar “tapones de grasa” que se incrustaron en el drenaje. Se dice que eran tan densos que fueron necesarios taladros neumáticos para deshacerse de ellos.

Luego de la tragedia, no hubo más remedio que considerar por primera vez el establecimiento de un sistema de drenaje profundo. La idea era que estuviera tan abajo en el suelo que no se viera afectado por el hundimiento del terreno. De esta manera, la CDMX cuenta hoy en día con una red de colectores de tres metros de diámetro bajo sus ejes viales, tres interceptores (Oriente, Poniente y Central), además de un Emisor Central de 50 kilómetros de longitud. Hasta el momento el mecanismo ha mostrado efectividad pero, según las proyecciones, volverá a fallar en tanto la región siga creciendo de manera exponencial.

Antagonistas perpetuos, la CDMX y sus lagos desecados continuarán peleando por la soberanía del Valle de México. Un recordatorio permanente tanto de nuestra historia lacustre, como de la perseverancia de los habitantes para seguir haciendo suya esta gran ciudad.