librerias
13 de junio 2018
Por: Carolina Peralta

Las librerías capitalinas: desde el mercado negro de la Inquisición hasta Gandhi

Antes de que las librerías existieran oficialmente, los libros llegaban de la Nueva España. Aquellos que eran prohibidos se contrabandeaban, metidos en barriles o entre la ropa o con los títulos modificados en la carátula.

Para conseguir un libro en el siglo xvi había que hacer una travesía trasatlántica o ver qué traía algún mercader recién llegado de Europa. No había en la ciudad un establecimiento fijo donde buscarlos, aunque existían algunos individuos que se dedicaban a esta actividad, como Juan Cronember, que en 1525 consiguió de la Corona un permiso exclusivo para vender libros en la Nueva España, los cuales pasaban de mano en mano. Cada vez que llegaba un cajón de libros al puerto de Veracruz, la Inquisición revisaba las coincidencias con una lista de títulos prohibidos —sobre todo literatura asociada con la Reforma protestante. Los prohibidos llegaban a la ciudad por contrabando, metidos en barriles o entre la ropa o con los títulos modificados en la carátula.

Los primeros establecimientos fijos de venta de libros aparecieron como extensión del taller de los impresores. Se tiene documentado que, en 1541, Andrés Martín tenía un local dedicado a la venta en la calle Academia. El colofón impreso suele indicar la ubicación de la imprenta y del local de venta como éste: “Año 1628. Con licencia en México en la imprenta de la viuda de Diego Garrido […] Véndese en la Librería de Francisco Clarín, en la calle de San Francisco [hoy Madero]”. Del XVII se conoce de los talleres y tiendas de Diego Garrido, en Tacuba; Francisco Salvago, en Santo Domingo; Bernardo Calderón, en San Agustín (hoy República de Uruguay), etcétera.

Primera imprenta novohispana.

Durante el siglo XVIII aparecen las primeras librerías, bajo ese nombre, como la de don Manuel Cueto, en la calle de San Francisco (hoy Madero), la Librería del Arquillo (hoy 5 de Mayo) o la de Domingo Sáenz Pablo, en calle de Escalerillas (hoy Guatemala). De ese siglo se conserva un documento notable: el catálogo de los libros que podían hallarse en la librería de Agustín Dherbe de la calle de don Juan Manuel (hoy República de El Salvador), que enumera 1,336 obras. Por una Memoria de los sujetos que tienen librería pública en esta ciudad, de la Inquisición, se sabe que en 1768 había en la capital novohispana 15 librerías. Pero en esa Ciudad de México los libros podían encontrarse también en vinaterías, el Parián, azucarerías, cajones de ropa vieja, relojerías, tocinerías; entraban al virreinato como artículos comerciales y se distribuían al azar por las tiendas de la ciudad. En la Gazeta de México, por ejemplo, se podía ver esta clase de anuncios: “En la tienda de ropa de la calle de Balvanera [hoy Uruguay] esquina del Callejón de Tabaqueros, letra A, están de venta cuatro juegos de Biblia Vulgata. El librito intitulado Botica General de Remedios Experimentados se hallará en la relojería de la calle de Porta Coeli [hoy Venustiano Carranza]”. También se compraban libros de manera casual en portales de iglesias o a la entrada de conventos, y los favoritos eran devocionarios, vidas de santos, rezos y oraciones.

Estos hábitos perduran durante el xix: libros a la venta en alacenas de listones, en almacenes de azúcar, en cajones de fierro. Las librerías, mientras tanto, como locales dedicados principalmente a la venta de libros, se consolidan: las de don Juan Bautista Arizpe, en Monterilla (hoy 5 de Febrero); Francisco Rico, en Santo Domingo; y Alejandro Valdés, en el Empedradillo (hoy Monte de Piedad). Tiene todavía funciones desconcertantes: en un establecimiento como éstos se puede comprar libros, pero también dejar muebles en consignación, además de que sirven extrañamente como depósitos de objetos perdidos (“en la librería de la calle de Santo Domingo y esquina de Tacuba se entregará una llave que se encontró la tarde del día 13 en la calle de los Plateros y esquina de la Alcaicería al que acreditare su pertenencia”). Si uno recibía, por ejemplo, una carta dirigida a alguien más era normal acudir a una de estas librerías para que ahí la recogiera su destinatario legal. A una librería de esta época uno iba a conocer el precio de ciertos productos, como la canela.

 

Hay otras modalidades de distribución, como el “mercero”, un vendedor que andaba por ahí con su canasta con la que ofrecía “agujas, alfileres, dedales, de vanadores, tijeras, carretes y bolitas de hilo, horquillas, prendedores”, pero también libros: “Lavalles y catecismos de Ripalda, de ediciones económicas, versos y ejemplares por Inclán y Sixto Casillas”, además de “juegos de la oca y del Sitio de Sebastopol, juguetes para los niños y otras zarandajas”. Esto lo recuerda Antonio García Cubas en sus memorias. Asimismo, había servicios para poner libros usados en consignación, como ofrecía Cristóbal Llanos en su local del Parián, según el anuncio que puso en El Diario de México en 1807: “Entre los géneros comerciales, ninguno dura menos en el afecto de un comprador que un libro. Se solicita con ansia, se consigue con trabajo y después de leído o no contenía lo que pensaba o dejó poco satisfecha la curiosidad”.

En la segunda parte del siglo xix aparece la librería moderna. Es la era de los Portales, del flâneur mexicano. En el Portal de Mercaderes estaba la del señor Mariano Galván Rivera, que se hizo célebre por sus tertulias. Y dando la vuelta por el Portal de Agustinos (hoy 16 de Septiembre, donde ahora está el Gran Hotel Ciudad de México) estaba “la colmada alacena de libros” de Antonio Torres. En ella, recuerda Guillermo Prieto, “en calculado desorden había catecismos y pizarrines, gramáticas de Herranza y Quirós, tablas de multiplicar, estampas de santos, cuentos y romances, Lavalles y ordinarios de la misa, en la mejor compañía de periódicos acabados de imprimir y folletos de ruidosa actualidad”. Estas librerías invitan a la tertulia, y ofrecen también libros viejos. En el Portal de los Agustinos se encontraba la Librería de Andrade, que frecuentaban Alamán, Icazbalceta, Lafruaga. Se instalaron también ahí las librerías De La Rosa y la de Auguste Masse —en tiempos ya del Imperio—. En el Portal del Águila de Oro, donde hoy está la Casa Boker, estaban la Antigua Librería Murguía, que sigue ahí desde 1845; las de Nabor Chávez y Juan Buxó —el sitio para encontrar las novelas de Pérez Galdós, recién llegadas de España—; la Librería de Galván, favorita de Couto y Pesado, y que publica desde 1826 su calendario. En el Portal de Flores, que desapareció para abrir 20 de Noviembre en los treinta, estaba la de Eugenio Maillefert, suegro, pasado el tiempo, de Gutiérrez Nájera.

 

En la primera mitad del siglo xx la librería sigue en el centro de la ciudad, y continúa la tradición del librero que también se dedica a la impresión. El caso ejemplar es Porrúa, que llega en 1910 a Justo Sierra y Argentina (entonces Relox y Donceles), y que edita en 1914 Las cien mejores poesías líricas mexicanas. La Robredo, que se desprende de Porrúa en 1908 y perdura hasta 1934, se encarga de “conseguir obras agotadas y raras a los mejores precios” justo encima de donde apareció en 1978 la Coyolxauhqui. Aquí son famosas las tertulias, a las que asisten Genaro Estrada, Luis González Obregón, Artemio de Valle Arizpe, etcétera. La Librería General, en 16 de Septiembre, de Enrique del Moral, es otro sitio que sirve de tertulia, en este caso a Saturnino Herrán y Manuel Toussaint; Biblos, en Bolívar 22, a Ramón López Velarde y Enrique González Martínez. En sus muros, José Clemente Orozco exhibe por primera vez. Cvltvra, de Julio Torri, es otro ejemplo de librería, imprenta y centro de congregación literaria. Publica Cuadernos Literarios, que marca una época en la literatura mexicana. Botas sigue esta tradición con obra de Mauricio Magdaleno y José Vasconcelos, y una librería. La Bouret, Orortiz, Del Prado y Misrachi completan el cuadro. En La Taberna Libreria, de Jesús Guisa y Azevedo, se funda la revista Lectura, en el Pasaje Iturbide, entre Bolívar y Gante.

En el Mercado del Volador, que estuvo hasta los años treinta donde ahora se encuentra la Suprema Corte de Justicia, había puestos legendarios de libros viejos como la Librería de César Cicerón, del señor Ángel Villarreal, quien “espera que el estudiante que ha ido seis domingos a regatear María o La hija del campesino suba 10 centavos la oferta”. Esto lo cuenta Genaro Estrada. También está la de Juan López, Don Juanito, y El Murciélago, de Felipe Teixidor. El puesto de Jesús Estanislao Medina Sanvicente, que estaba en El Volador, se muda a la calle de Academia en 1928, y ahí sigue.

En la segunda mitad del xx ocurre un cambio que transforma completamente el modo de la librería: desaparece el mostrador. Adolfo Castañón: “Antes —y de testigo pongo a los Porrúa— el librero mantenía al cliente a raya mediante un mostrador. Aún participaba la librería de la tienda de abarrotes y el lector que no había pasado por las aduanas de la amistad difícilmente podía circular entre los pasillos, acuclillarse para repasar las estanterías inferiores o, sin ir más lejos, disimular su ingénita perplejidad ante una mesa radiante de novedades. Con Zaplana pasó a la historia el patriarcado del mostrador; poco a poco las demás librerías, encabezadas por la Hamburgo, se solidarizaron con aquel precedente emancipador y se declaró la nueva época del autoservicio que culmina con Gandhi”. Luego ocurren otros cambios que erradican la hegemonía del Centro: la Universidad sale de ahí en los años cincuenta y se muda al sur; la ciudad se transforma de manera brutal y crece en todas las direcciones, y el terremoto desaloja otras librerías como El Sótano, abierto originalmente en un sótano de avenida Juárez. Con el ocaso del librero-impresor acaba el dominio de un patrón con casi cuatro siglos de vigencia. La Librería de Cristal, que se instala originalmente al lado de Bellas Artes, funda un modelo de librería sin librero ni imprenta, orientada al consumo masivo de una ciudad moderna: abre sucursales de nueve de la mañana a la medianoche, 364 días del año, e instala sus tiendas preferentemente al lado de un cine. En los años setenta, siguiendo al despilfarro demagógico de Echeverría, se abren tiendas del Fondo de Cultura en Lindavista, Ciudad Satélite, Ciudad Nezahualcóyotl, e incluso en el edificio del pri —que desaparecen, sin viabilidad comercial alguna, tan pronto como se acaba el subsidio presidencial—. También después de 1985 comienzan a aparecer librerías de viejo en la colonia Roma, como Teorema.

Gandhi marca estas tendencias. “Lo que empezó como una pequeña librería para los dandis radicales —dice otra vez Castañón— se ha transformado en un grupo con sucursales dentro y fuera de la capital”. El libro de arte, que se había demorado en salir del aparador, se puede tocar en Gandhi, que en los años ochenta vende más libros de este género que Japón, y eso le merece una medalla. Castañón: “Grillos, pájaros ajedrecistas, orugas que se abrigan en el capullo de su disertación, variedades de la hiena hispánica, componen la población predominante a la que se añaden cazadores de libros, roedores de intimidades, editores fénix de efímeras revistas que sólo nacen para morir y que sólo mueren para cambiar de nombre, suburbanas gallináceas que suspiran por la provincia, camaleones provincianos que vuelven unos días a la metrópoli para respirar intrigas palaciegas a pleno pulmón, testigos fervorosos de la falsa crónica de Juana la Loca, meseros que recogen junto con la propina la tradición oral, cinéfilos plantígrados, caras de niño, tétricos pelotudos y toda clase de fósiles envueltos en el ámbar de la nostalgia.”

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