grafiti

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2 de enero 2019
Por: Andrea Cinta

Zombra y los grafitis más entrañables de la ciudad de México

Todas los días aparece un nuevo grafiti y un nuevo "zombra".

En la esquina de Niza e Insurgentes, en la colonia Juárez, sobrevive abandonado un edificio de muchísimos pisos. En el pasado albergó a una famosa empresa de seguros y hoy tiene un grafiti en cada una de sus ventanas. El olvido es el mejor lienzo para el grafiti. Por eso, en los muros de los edificios abandonados de la Ciudad de México, el arte urbano o callejero ha encontrado un espacio donde cobra vida con un marcador o una lata de aerosol y en la más absoluta clandestinidad.

A pesar de todo falso mito o desprestigio, los que lo practican no son personas de bajos recursos ni delincuentes ni rebeldes sin o con causa. Todo lo contrario, es gente común que de día tienen trabajos como abogado, médico o diseñador, pero que de noche, en el anonimato, plasma su identidad y destreza artística sobre un muro. Todas las noches uno nuevo se hace, bombardeando la ciudad con letras y pintura.  Se pintan edificios, trenes, casas y hasta aviones. No hay imposibles.

Un rasgo clave del grafiti siempre ha sido la práctica del tagging –también llamada bombing o throw ups–, es decir, “bombardear” toda clase de lugares urbanos con la firma personal del artista. Fue una moda desde los inicios donde se trataba de dejar la firma en la mayor cantidad de lugares y, cuanto más peligroso fuera el sitio, más estatus ganaba el “escritor”.

En nuestra mancha urbana tenemos a Zombra, viejo conocido de las marcas por la ciudad. Zombra pertenece a una de las primeras generaciones de artistas callejeros en la Ciudad de México. Es famoso por sus bombas o tags ZO o zombra, que están por toda la ciudad. Ha marcado con su firma miles de edificios, monumentos, vehículos e incluso en la galería kurimanzutto con sus letras, y pertenece también al 246 Crew, uno de los clubes de grafiti más respetados del mundo.

Tan cotidiano nos es el grafiti que ya no entra en la categoría de lo novedoso. Más bien en la de todas esas capas que se añaden a la ciudad , ya de por sí llena de muchas otras capas más. Pensar en él es un rito de paso, de movimiento. A veces de permanencia (cuando sobrevive un rato) a veces de cambio (cuando tiran un muro) a veces de sorpresa, al pasar un grafiti en un lugar imposible y preguntarse cómo le hizo el que subió hasta ahí. El por qué, curiosamente, ya no lo pregunta nadie. Uno sabe que algo es parte de la ciudad cuando deja de cuestionar por qué existe, y comienza a asumir que es parte del paisaje. Así el grafiti en esta mancha urbana a la que llamamos ciudad.

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