Si hay algo que podemos agradecerle al frío es que, cuando aparece, también lo hacen cientos de platillos que, con el riesgo de caer en la cursilería, son un abrazo para el alma y una buena cobija para nuestros estómagos. Es decir ¿Quién podría decirle que no a un buen caldo en una tarde lluviosa de otoño? Sin embargo, esta vez no estamos aquí para hablar precisamente de un alimento caldoso, sino de uno más bien dulce caliente y bastante cotidiano: el camote.

Ese tubérculo cocido al vapor con aspecto elegante y caramelizado que al igual que su inseparable compañero, el plátano macho, merece una ovación. Ambos alimentos, que se preparan con canela, chispas de chocolate  y leche condensada, insospechadamente han sido la felicidad de muchas generaciones de transeúntes que buscan un alivio efectivo durante las últimas estaciones del año.

El origen de los camotes

Sobre su origen hay un par de teorías muy interesantes. La primera y la más sencilla de ellas —al menos para los mexicanos— es que su origen está en mesoamérica y que su preparación es un asunto milenario que se ha transmitido hasta nuestros días con muy pocos cambios. Incluso hay una teoría que dice que los camotes, también conocidos como batatas, viajaron de Perú hasta llegar a Nueva Zelanda al menos unos 700 años antes del llamado descubrimiento de América. 

Esta teoría ha causado mucho revuelo, ya que hay científicos que todavía ven imposible que hayan sido los polinesios los primeros extranjeros en llegar a nuestro continente. Sin embargo, la similitud entre el vocablo peruano “kumar” y el maorí “kūmara”, ambas palabras usadas para designar al camote, son un respaldo suficiente para creer que esta versión de la historia tiene algo de válido. 

El entrañable carrito de los camotes

Más allá de averiguar si los camotes son de uno o de otro lado, queremos hablar especialmente de una de las cosas que más caracterizan a estos dulces tubérculos en nuestro país: los carritos. Esa caldera móvil de metal que, con cuyo sonido casi fantasmal, anuncia su llegada, muchas veces sorpresiva, en las tardes más frías, es sin duda una de las presencias más entrañables de nuestras calles. 

Quizá lo más llamativo es que esos puestos ambulantes con aspecto de mini locomotoras sólo existen en nuestro país y su fabricación es un oficio que ya está en peligro de extinción. Tan sólo en la Ciudad de México, la manufactura de carritos depende de una sola persona en Iztapalapa. Quizá esa sea la razón por la que muchas personas piensan que la figura de los camoteros se está desvaneciendo poco a poco de nuestra cotidianidad.

A nosotros nos gusta pensar en ellos como una estampa acústica de la urbanidad que difícilmente va a desaparecer de nuestras colonias ¿Que cómo estamos tan seguros? Sólo hace falta una tarde nublada para que, de un momento a otro, se acerque ese silbato aturdidor pero cálido que nos avisa que el remedio para las bajas temperaturas está pronto a llegar y, queremos creer que aunque el tiempo y la ciudad sigan su curso, así será por mucho tiempo más.