cubrebocas
9 de julio 2020
Por: Lucia OMR

Dilemas internos del cubrebocas y una visita (medio siniestra) al Sanborns de Insurgentes

Notas al instante tu aliento. El olor de tu propia respiración circulando de vuelta a tu nariz. Al rato llega el sudor y surgen gotas que te delinean un bigote acuoso...

Primero usas un paliacate. Tienes una colección de varios colores que compraste hace tiempo en un mercado por nostalgia de tu adolescencia noventera. Esta forma de cubrirte la cara al salir te parece más familiar, como cuando de niña jugabas a ser un bandido. Al poco tiempo, te regalan el cubrebocas KN95 y la sensación es distinta, más real.

Notas al instante tu aliento. El olor de tu propia respiración circulando de vuelta a tu nariz. A esto huelo, piensas al caminar por la calle. Y luego, a propósito, sacas más vaho para intentar reconocerte. Al rato llega el sudor. Dentro de ese escudo piramidal de algodón se crea un ecosistema de oxígeno contenido, y pronto surgen gotas que te delinean un bigote acuoso, el cual limpias de vez en cuando con la manga de tu playera. Más tarde, empiezas a sentir la falta de aire. Por el calor y el movimiento corporal, se te dificulta respirar y, entonces, brota una dosis de ansiedad que te hace pensar en el “I can’t breathe” de George Floyd, el hombre asesinado por la policía de Minneapolis, detonador de las manifestaciones en Estados Unidos que llevan más de un mes sin cesar bajo la consigna de Black Lives Matter. Te quitas el cubrebocas por un momento. Inhalas y exhalas el aire afuera de ti. ¿Si voy caminando sola y no hay nadie cerca para qué lo uso?, te preguntas. Lo mismo cuestionas sobre los que manejan con ventanas cerradas a solas en sus coches con la boca tapada, ¿de qué sirve? Pero miras a tu alrededor y un par de caminantes por distintas banquetas lo traen: uno va solo; el otro, con su perro. Entonces te da culpa y te lo vuelves a poner.

Otras veces, traes la cara casi tapada por completo con el cubrebocas más los lentes oscuros e imaginas que esto te da una posición ventajosa de incognito y quizá te proteja contra posibles acosos machistas. Pero cuidado, sabes que esto es un tema peligroso. Las mujeres debemos ocupar el espacio público con todo nuestro cuerpo, te dices a ti misma en silencio. Piensas en el hijab de las musulmanas cuando visitaste Estambul, fue la primera vez que viste a mujeres cubiertas. Te preguntas si ahora usarán cubrebocas debajo del velo negro. También te acuerdas del libro que acabas de leer, El cuento de la criada, de Margaret Atwood. En esta trama distópica, el poder cae en manos de un grupo ultra facista religioso y por ley las mujeres en edad fértil deben salir tapadas de pies a cabeza, excepto el rostro. Te preguntas si llegaremos a algo así, si esto es el principio del fin de nuestra fallida democracia o del Estado moderno. Y recuerdas los videos en redes sociales con gringos agrediéndose unos a otros por su postura en cuanto al uso del cubrebocas. El problema entre ellos parece reducirse a algo demasiado simplista: quienes sí lo usan siguen una ideología liberal de izquierda; y quienes no, a la derecha conservadora. El cuerpo politizado de nuevo.

Respirar adentro del cubrebocas también te hace pensar en los doctores, en su propia supervivencia debajo de esos trajes que los protegen del virus. “Entraron dos astronautas y se llevaron a mi tía abuela que vive en un pueblo en Italia”, te dijo una amiga recién, como si se tratara de una escena en una película de ciencia ficción. Este nuevo equipamiento corporal enrarece todos los ambientes. Hace unas semanas, tuviste que ir al Sanborns a comprar unos lentes de contacto. Nadie sobrevive al apocalipsis con miopía, ya lo sabías y no te operaste a tiempo­. La experiencia fue como entrar consciente a un espacio onírico.

En la puerta de la tienda sobre Av. Insurgentes te recibió un hombre de negro con careta de plástico y cubrebocas de uniforme. Traía en la mano un termómetro digital, como si fuera un arma tecnológica te apuntó a la frente y te hizo sentir un producto al que le pasaban el lector de código de barras antes de cobrarlo. Luego tuviste que pisar una bandeja con un tapete negro humedecido, supusiste que era un desinfectante pegostioso, y esperaste unos minutos a que te autorizaran entrar. La tienda estaba a media luz y en silencio, nada de la música habitual de Luis Miguel en las pantallas de televisión a todo volumen. De hecho, cada área con mercancía estaba acordonada, como zona de crimen, lejos del alcance de las manos (infectadas) de los clientes. En el piso había indicaciones sobre el sentido del camino a seguir con orden de ida o vuelta para evitar un colapso inesperado. Y hasta nuestras voces sonaban raras al hablarnos, incompletas, con las vocales silenciadas debajo de las mascarillas. ¿Sts sñnd?

Luego regresas a tu casa. Dejas el cubrebocas junto a las llaves, en la entrada, por si hay que salir deprisa, por si hay otro sismo. Lo ves ahí inerte, como un kleenex usado, y te preguntas si contiene el veneno que ya traes.

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