Si caminas por Reforma en la colonia Juárez, justo a lado del Califa, se encuentra este universo alterno llamado Tonchin y que me hizo sentir—sin exagerar—como si estuviera dentro de una película japonesa de los años ochenta, de esas donde todo pasa en interiores cargados de luz tenue, madera cálida, y un murmullo constante que reconforta como caldo caliente.
Tonchin nació en Tokio en 1992, y aunque su espíritu es profundamente japonés, su trayectoria internacional (Nueva York, Los Ángeles, ahora CDMX) lo ha convertido en un híbrido interesante: cocina japonesa clásica con un pulso contemporáneo. En la carta, todo está pensado para compartir—lo cual no supe hasta después de ordenar, porque cuando pedí el ramen vegano y el mesero me preguntó si era para dividir, respondí con toda naturalidad: “¿Quién comparte una sopa?”. Error. El tazón es enorme, monumental, casi ceremonial. Pero delicioso. El caldo tiene una profundidad suave, como si alguien hubiera estado cocinándolo con cariño durante horas, y los fideos (hechos en casa, claro) tienen la textura perfecta entre firmeza y suavidad.
Pedimos varias cosas al centro: los pepinos con salsa de cebolla (mi favorito sin duda: frescos, ácidos, con ese umami misterioso que no se puede describir bien), unos shishito peppers cumplidores pero no memorables (aunque en mi universo, el shishito es imperdible), hongos con kimchi que juegan entre lo terroso y lo picante, y un bowl de atún que viene con hojas de col y alga en lugar de arroz, para que tú mismo te armes unos mini taquitos. Todo se presta a la conversación, al picar, al probar de todo.
Pero hay algo que no se puede compartir: el martini de la casa. Lo preparan con sake y kimchi en la salmuera. Sí, kimchi. Y sí, es delicioso. Tiene un toque fermentado que lo vuelve inesperado y elegante al mismo tiempo. La comida fue tan abundante que ya no pudismo pedir el postre, una bola enorme de nieve de matcha.
La idea detrás de Tonchin es el Japanese soul food, ese concepto de comida reconfortante que va más allá del plato. Y lo logran: desde la decoración (que insisto, parece set design), hasta la música, la loza, el servicio amistoso pero no invasivo, todo está calibrado para hacerte sentir cómodo, en casa, pero también un poco lejos, como si cruzaras a otro mundo por una hora y media.
En un mar de lugares nuevos que a veces se sienten intercambiables, Tonchin tiene algo especial: corazón, textura y esa capacidad rara de quedarse contigo después de que sales. Como una buena película.
@tonchinmx
Paseo de la Reforma 380, Juárez