Se de antemano que muchos no estarán de acuerdo. Quienes crecieron en colonias como La Narvarte o La Portales tuvieron siempre en la esquina a algunos de los locales de pastor más icónicos de la ciudad —Los Pericos, El Vilsito—, pero en Las Lomas de Chapultepec el paisaje taquero era más árido, aunque no por ello menos sabroso. De hecho, desde siempre, La Onda, ese localito que está oculto detrás del Mercado de Prado Norte, ha servido un pastor que compite con los mejores (yo soy equipo Tizón, para que la cosa quede clara desde el principio) y ha sobrevivido al paso de los años y a la llegada de gigantescas taquerías como lo fue en su momento el gran rival, El Charco de las Ranas (años después rebautizada como El Lago de los Cisnes).

50 años se dice rápido pero es toda una vida, y la mejor evidencia del paso del tiempo en La Onda está colgada en sus paredes: una especie de anuario análogo (por alguna razón la mayoría de las fotos son de adolescentes uniformados de escuelas cercanas, por ahí de finales de los ochenta) que recuerda otras épocas de esplendor. Mucho ha pasado desde entonces, que fue cuando yo empecé también a venir a La Onda con mis papás, sobre todo los días atípicos, cuando había visitas que venían de fuera o cuando regresamos tarde a la casa por un concierto o un evento.

La Onda

La Onda

Aunque en el menú hay todo lo que uno le pide a una buena taquería (bistec, costilla, arrachera, flautas y alambres), aquí la estrella es el trompo: color rojo intenso, bien doradito. Para mi prima Jenny, que creció en Oslo y no tenía oportunidad de comer pastor más que cuando venía de visita, ese olor del pastor que quedaba en los dedos bien merecía saltarse las normas de higiene, dicho de otra forma, mejor no lavarse las manos después de comer.

El refrigerador de La Onda

De niña había otra razón por la que los tacos al pastor de La Onda me parecían los mejores: al fondo del salón, al pie de una escalera que sube a un segundo piso que jamás vi usarse, había un refrigerador con paletas heladas —Bambino, en esa época—. Después de comerme mis taquitos siempre me daban permiso de ir al refri y elegir mi paleta de postre. Solía elegir una Vampiro, de grosella y uva para competirle al color del pastor, o una Tropicolada, de piña con coco (y si uno leía las letras chiquitas del empaque, un toquecito de ron).

Antes de salir a la calle, del lado derecho, donde está la señorita que hace las cuentas (en una buena taquería habrá siempre un cajero encargado ex profeso de esos trámites) había también una vitrina de vidrio con dulces. Mazapanes, Duvalines, etc. Pero siempre preferí las paletas del fondo que, tristemente, ya no están.

La última vez que fui a La Onda fue después de una exposición de mi papá. Fuimos nada más los cuatro, mis papas y mi hermano, y antes de pedir mi cerveza, me regalé otro de los grandes placeres de una buena taquería: una chaparrita de piña, el mejor maridaje para un taquito al pastor.

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