Hoy me siento frente a un plato que hueles antes de probarlo, frente a una copa que invita al brindis, y pienso en ti, La Docena. Me siento como quien regresa a un lugar donde el cuerpo reconoce el rito antes que la memoria. Diez años desde que Tomás Bermúdez ancló este proyecto en la Ciudad de México y nos devolvió lo mejor de la buena mesa, el buen tomar y, sobre todo, el deleite, haciendo del simple acto de comer una ceremonia de proximidad.

Recuerdo la primera vez que crucé su puerta: cocina abierta, olor a fuego, hielo que mantiene la docena de ostiones que seducen a todo aquel que entra. Con esa mezcla de mar, brasas y un ambiente que dice “quédate” más de lo necesario. Entonces entendí que no venía aquí sólo a comer: era celebrar, era ritual, era dedicación y una nueva obsesión.

Para mí personalmente, la Docena tiene lo que ningún otro lugar de “mariscos” tiene, opciones veggies que van más allá de un plato de lechuga de $300 pesos que otros lugares ofrecen (tú sabes quién eres). Aquí realmente vienes a disfrutar, no se trata de solemnidad sino de generosidad: de pedir al centro, platillos pensados para pasar de mano en mano y una sobremesa que se alarga siempre y cuando los carajillos sigan llegando. Esa idea me gusta: la buena mesa como excusa para disfrutar de un vinito y una gran conversación con amigos.

Me gusta pensar en el restaurante como una casa donde la cocina no se oculta: donde ves todo lo que ocurre en la parrilla y donde el chef sostiene la idea simple y efectiva de que el mar y el fuego se entienden. Y es justo este baile entre sal. humo y textura el que da lugar a platos que piden ser compartidos y evaluados: ostiones, aguachiles con un ahumado preciso, las mejores papás y verduras a las brazas increíbles, que explican sin decir ni una sola palabra, por qué este lugar se volvió en una referencia obligada para quienes buscan mariscos bien hechos en la ciudad.

Hoy, en su décimo aniversario en la CDMX, la casa volvió los focos hacia la amistad, las mesas largas y la experimentación; la fiesta es, en ese sentido, una extensión natural de su oficio: convocar, poner fuego, abrir botellas y prolongar la plática hasta que el postre llena el último huequito que queda en tu estómago. Leí cómo, en distintas ocasiones, el restaurante ha reunido a colegas y a generaciones de cocineros, y esa capacidad de hacer comunidad es parte de su encanto: la cocina como puente entre oficio y fiesta.

Levanto la copa y te digo: gracias por diez años de grandes platillos, de muchas risas compartidas, de vinos, de carajillos, de mucha sobre mesa, de abrazo culinario. Gracias por recordarnos que la buena mesa es más que la suma de platos: es el compartir sin reservas, es el encuentro improbable que sí ocurre, es el momento en que decimos “¡qué rico estar aquí!”.

Que los próximos diez años te encuentren tan viva, tan antojada, tan radicalmente disfrutable como hoy. Porque en esta ciudad que nunca para, levantar una mesa, convocar sabores, provocar brindis y prolongar postres es un acto de amor. Y yo me dejo querer, con todo gusto.