Hay lugares que se construyen desde la resistencia. No como si se tratara de una barricada; más bien, como si fuera un gesto mínimo y persistente: decir no a la prisa, no al exceso, no a la inconsciencia. M —una sola letra que envuelve todo lo que importa— es uno de esos sitios. Aparece dentro del Huerto Roma como una pausa sembrada en medio del ruido. Un restaurante de mariscos en la ciudad, pero también una forma de conversación: con el mar, con la tierra, con quienes saben escuchar y cuidar el entorno.

No hay fachada llamativa ni letreros en neón; de hecho, es difícil encontrarlo si uno va distraído. Hay que dejarse llevar por la curiosidad y la certeza de que en algún momento estaremos frente a sus pocas mesas. Desde afuera, uno ve ramas, sillas, tierra. Adentro, las mesas están dispuestas entre árboles y hojarasca. La cocina se insinúa, sin protagonismo, pues nunca la vemos: tan solo somos testigos de la pequeña barra al fondo. El menú es corto pero conciso. M no tiene prisa por decir quién es, deja que el tiempo lo revele.

Aquí se cocinan mariscos, pero no los de siempre. Al menos no como los conocemos. Los ingredientes llegan por canales lentos y conscientes, en colaboración con Pesca con Futuro, una iniciativa que sostiene la vida marina donde otros solo ven recursos. Cada especie servida fue pescada con respeto: sin redes que arrasan, sin rutas que dislocan. No hay camarones de criadero ni ostiones de temporada rota. Lo que hay es lo que el mar quiso dar.

Los platillos son brevísimas meditaciones: unos espectaculares mejillones en salsa de coco, nuez de la india y vermut; dumplings de mariscos, delicados y jugosos; ceviche fresco que sabe al día en que fue traído. Todo se complementa con tragos ligeros como La Pomela, mezcla de toronja y hierbas locales, y tardes que se prolongan con música relajada bajo los árboles y las luces del huerto.

Comer en M es un ejercicio de atención. Una almeja con aceite infusionado o un ostión con mezcal, apenas un rastro. Tostadas cuyos ingredientes tenemos que distinguir con la luz del atardecer: una de trucha con queso ricotta artesanal y miel, otra de ensaladilla de cangrejo y aguacate son puro deleite. No hay platillos “estrella” ni técnicas que quieran impresionar. Hay también un helado de aguacate con aceite de oliva que debería ser considerado tesoro nacional. Pero en realidad lo que se siente en todo ello es cuidado, y eso se nota en el sabor: en lo que permanece después de comer.

La experiencia sucede también en el cuerpo. La sombra del huerto cae sobre la mesa y el tiempo, por alguna razón, se vuelve otro. No se va: se queda. La conversación baja de volumen. La ciudad parece estar lejos, aunque siga sonando de fondo. M es un espacio que no impone silencio, pero lo permite.

Quizá eso es lo más difícil de lograr: no diseñar una atmósfera, sino dejar que surja. El lugar no presume su relación con la tierra, pero se nota en todo. En los vasos de vidrio reciclado. En el menú que cambia cada semana. En la compostera a unos pasos. En el hecho de que no hay basura innecesaria.

M podría ser un manifiesto, pero prefiere ser un gesto. Una práctica cotidiana que conecta al comensal con algo más grande: los ciclos del mar, la fragilidad de los ecosistemas, el privilegio de alimentarse sin culpa. Comer ahí no se siente como “descubrimiento”, sino como volver a algo que habíamos olvidado: que no todo lo que se sirve tiene que ser expedito.

Al final, uno no se lleva una experiencia espectacular. Se lleva una impresión más suave, más honda. Una levedad. Como cuando, en la orilla del mar, todo se mueve pero nada tiene prisa.

@mmmdemx
Jalapa 296, Roma Norte