Por un pan de este lugar uno es capaz de recorrer una decena de kilómetros de caos capitalino. Qué obsesión, dirán ustedes. Y yo sería incapaz de negarlo. Cuando llega el antojo de uno de esos cuernitos rellenos de chocolate amargo de Panmex, la mirada se nubla y no queda de otra: hay que desplazarse, cueste el tiempo que cueste, hasta alguna de sus sucursales.

La mayoría están por el sur de la ciudad. Y a una de ellas, la que se ubica en Jardines del Pedregal, su primera tienda abierta allá por mediados de los años 80, fui a conocer a la artesana detrás de esos cuernitos que he amado desde que llegaron a mi radar panero.

¿Han hecho el ejercicio de imaginar a la gente que estuvo involucrada en cada bocado que se llevan a la boca y agradecer en silencio a esa infinidad de gente? Un día hagan el intento y me cuentan cómo lo vivieron. De verdad me interesa saberlo. Yo suelo hacerlo cada que me acuerdo, y por suerte, lo tengo presente cada vez con más frecuencia. Y ahora tengo la fortuna de visualizar el rostro de quien da forma a muchos —entre 150 y 200 por día— de esos cuernos con chocolate cuando me zampo uno. Se llama María Antonia Lara, todos la conocen como Toña y lleva 30 años trabajando en Panmex.

El proceso detrás de un cuernito de Panmex

Toña interrumpió lo que estaba haciendo para mostrarme cómo hace uno de esos cuernos. Entró a un enorme refrigerador por masa de hojaldre que luego aplanó y convirtió en varias decenas de triángulos perfectos. Luego, de una bandeja llena de chocolate en trocitos, fue agregando a cada pedazo de masa puñitos de 30 gramos, para luego enrollar, aplanar, dar forma de anillo y barnizar con huevo a algo que cada vez se parecía más al cuerno que llega ante nuestros ojos. Su pericia y concentración me hipnotizaron, y casi olvido prender la cámara para llevarme un fragmento de imagen de lo que estaba atestiguando.

Panmex

panmex

En menos de 5 minutos dejó listos unos 18 cuernos para la siguiente fase. Llamó entonces a Lulú para que me mostrara cómo se aplicaba, a cuernos ya horneados y fríos, la última capa de chocolate —porque deben saber que un rasgo maravilloso de estos cuernos es que tienen chocolate por dentro y por fuera, ¡y difícilmente empalagan!—. Otro momento hipnótico: ver esa especie de caricia con la que Lulú iba dejando el rastro chocolatoso sobre cada pieza de pan. Líneas arriba le llamé artesana a Toña. Después de ver a Lulú aplicar el chocolate, resulta evidente que estamos ante una artesana más.

chocolate sobre el pan

Pongo atención al resto de los panaderos concentrados en lo suyo y al lugar lleno de mesas, racks móviles llenos de charolas de pan y enormes batidoras en funcionamiento —una de ellas llena de mantequilla aromática que pronto estará embadurnada sobre peculiares panes de muerto—, y me resulta imposible no comparar el sitio y su actividad con los que atestigüé hace unos días en el taller de la escuela de artesanías del INBA. La misma energía, el mismo aspecto de vital laboratorio, la misma sensación de atestiguar que algo está sucediendo incluso en ese rincón donde solo hay panes o piezas de cerámica silenciosos en espera del siguiente paso.

listos los panes

Esa mañana salí del taller de Panmex con una sonrisa plantada en la cara por haber conocido a Toña y a Lulú, por haber atestiguado una parte del proceso de creación de esos panes que me han acompañado durante años y porque ahora, cada que una persona tenga la osadía de burlarse frente a mí del término “artesanal” referido a un pan, voy a poder sermonearlo con lo que ahí percibí. Ahí vi técnica, vi oficio y vi las manos de unas artesanas haciendo un trabajo minucioso, especial. Y por si fuera poco, ¡sus creaciones se comen! Motivos de sobra tenía para salir de ahí sonriendo con mi bolsa llena de cuernitos (y un par de panqués de fresa, a cuyo responsable espero pronto conocer).

Tip: quienes viven por el norponiente, tienen un punto de distribución en Miguel de Cervantes Saavedra, ahí en la colonia Irrigación.

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