Los cronistas literarios del Distrito Federal abundan hasta conformar con sus textos una “ciudad de papel”, según Gonzalo Celorio. Los musicales, en cambio, escasean; por suerte, Chava Flores cantó abundantemente el nacimiento de la ciudad que heredamos, la del regente Uruchurtu, con sus gladiolas y reformas urbanas. En “No es justu”, “las avenidas ya se ven pavimentadas; las angostitas fueron ensanchadas”. En “Vino la Reforma”, Chava Flores canta la ampliación de Reforma más allá del “Caballito”, a partir de 1958, en que un vecino de Peralvillo dice suspicaz: “dizque ya somos vecinos de Las de las Lomas”. La ciudad que Chava Flores evoca es la del proletariado de la primera ciudad moderna, que a pesar de los ejes viales sigue siendo pueblerina y popular (“Los quince años de Espergencia” y “Mi linda vecindad”). La clave de su humor está en la superposición de la ciudad del progreso y su población parroquial y proletaria. El contraste que hay entre “El metro”, grandote, rapidote, segurote, y “el camión de mi compadre Jilemón que va al panteón”. Canta una etapa de la ciudad de México que se extiende entre el progreso optimista y triunfal que Salvador Novo celebra en su Nueva grandeza mexicana, de 1946 (en que la explosión demográfica todavía es un signo promisorio, otra cara positiva del progreso), y 1968, cuando se cancela cualquier ilusión relacionada con la modernidad de la ciudad de México. En la ciudad de Chava Flores, los signos adversos se anticipan sin bajar la nota de parodia (en “México Distrito Federal”, “un hormiguero no tiene tanto animal”), y se comienza a añorar una ciudad entrañable y pueblerina que parece encaminarse a su extensión: en “La esquina de mi barrio”, “cuando México era más chirris”, había una fonda que se llamaba “La ilusión del Porvenir”.

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Regreso al quinto patio, protagonizada por Emilio Tuero, se inspiró del bolero “Quinto Patio”, de Luis Alcarás.

Podría pensarse en Felipe Bermejo como un antecesor de Chava Flores, en una ciudad que todavía no busca ser moderna del modo grandilocuente y autoritario del alemanismo, pero que es también la ciudad de los pelados y de los burócratas, de los apretujones y las inflaciones, y que retrata con una misma inspiración satírica en canciones como “Los camiones” (“a las horas en que salen los empleados, es un triunfo encaramarse en un camión”) y “Míster dólar vacilando” (“al turista que viene con dólar, hasta la mano le quieren besar”), de principios de los años cuarenta.

Los campos de un Xochimilco idealizado, difuminado, irreconocible, traslucen en la canción “Xochimilco” de un Agustín Lara que nunca cantó a la ciudad. No obstante, Carlos Monsiváis considera que “Noche de ronda”, de 1936, es un himno que celebra de manera indirecta la vida nocturna de la ciudad de México (o la mortificación que sigue a sus excesos). Cuando Tin Tan parodió “Madrid”, de Agustín Lara, estuvo más cerca del modo satírico que domina el cancionero defeño, exaltando a la “Merced”, “la cuna del frijol y del café”. En los años cincuenta, el bolero “Quinto patio”, de Luis Alcarás, que hizo famoso Emilio Tuero, canta un amor que la clase hace imposible, materializada por la vecindad: “nada me importa que desprecie la humildad de mi cariño, el dinero no es la vida, es tan sólo vanidad”.

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El legendario salón que estuvo entre las décadas de 1920 y 1960 en Pensador Mexicano 60 tuvo su propio himno.

Si la idea del salón domina la vida nocturna y musical de la ciudad de México durante la década de los cuarenta, “Luces de Nueva York” es la canción que encarna esa mística que la Sonora Santanera hizo célebre, y que a pesar del título, y de la época, algo tardía, expresa el arquetipo de ese ámbito cultural y espiritual mexicano. En la misma escala orquestal, los danzones clásicos de la ciudad evocan una era, “Salón México” (himno del legendario salón que estuvo entre las décadas de 1920 y 1960 en Pensador Mexicano 60) y “Nereidas”. “El Ruletero” de Pérez Prado es una extraña glorificación orquestal de ese oficio inveterado (menos extraña tal vez que “Las rejas de Chapultepec” del Tío Herminio, que no canta al bosque, sino a las rejas que lo rodean, y que son verdes, son verdes). Para glorificar a la ciudad de México después de los años sesenta, se necesitaba una buena parte de idealización, y otra todavía más grande de negación. Tal vez por eso, el himno de Guadalupe Trigo, “Mi ciudad”, acabó como música de promoción turística. Más bien hace pensar en la Arcadia de Virgilio que en la megalópolis apocalíptica de finales de siglo. Los Tepetatles, que dirigía Alfonso Arau, cantaron, con letra de Carlos Monsiváis, a la Zona Rosa que Vicente Leñero describe como “un perfume barato en un envase elegante”. Todo este repertorio fue dedicado a una ciudad que se acabó con los terremotos de 1985.

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La Maldita Vecindad.

El rock, especialmente a partir de los años ochenta, se aparta completamente de la idealización y se encamina, por el contrario, a la denuncia, en parte gracias a la llegada del punk a México (una de las bandas primigenias se llama Masacre 68). Desde la balada sentimental de Rockdrigo (que trágicamente fundió su destino a la década de los años ochenta, cuando lo mató el terremoto de 1985), “Metro Balderas”, hasta, digamos, “San Juanico” de El Tri (“una explosión de gas hizo cimbrar el orden en la ciudad”). En esa vena están “Asalto chido” y “Él no lo mató” de El Haragán y Compañía. Es en este repertorio que hace falta buscar la imagen de la ciudad del último tercio del siglo pasado, en que se hicieron patentes, incluso principales, los rasgos patológicos que engendró la degradación del “milagro mexicano”, y que era imposible silenciar; que, no obstante, representaciones dominantes como las telenovelas, que ubicaban sus ficciones en la ciudad, silenciaba o presentaba según una versión aceptable, inofensiva, ingenuamente imaginada, como en “María Mercedes”. La canción trascendió a la telenovela y se incorporó al repertorio popular. El alma satírica aprende, en los ochenta, a cantar a la catástrofe (“¿Dónde te agarró el temblor?”, de Chico Che). Jaime López construye una idea de la ciudad por medio de su lenguaje (“Chilanga banda”, que Café Tacvba hizo célebre años después). En esta tradición se inscribe “Un gran circo”, de Maldita Vecindad y los Hijos del Quinto Patio. Quién sabe por cuánto tiempo perdure el recuerdo de que el Coyoacán que aborreció a Ibargüengoitia, “el San Ángel de los pobres”, encontró un dudoso rapsoda en Coyoacan Joe, la increíble parodia involuntaria de YouTube, que llevaba por lo menos un millón de reproducciones en línea. La parodia calculada, artsy debe buscarse en Afrodita, Instituto Mexicano del Sonido, Sonido Changorama, María Daniela y su Sonido Lasser, que hacen, a su modo, de la ciudad, música.

Como ejemplos arcaicos del cancionero de la ciudad se podrían escuchar “La pasadita” (sólo existe una grabación contemporánea, de Tehua), una canción de los años cuarenta del siglo antepasado que habla de la ciudad en tiempos de la guerra con Estados Unidos, y “Las bicicletas”, una melodía que evocaba los paseos de bicicletas por el Paseo de la Reforma, cuando se pusieron de moda en la ciudad porfiriana, por 1896, después, por supuesto, de París.

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