Hay museos que parecen cápsulas del tiempo, y hay otros que lo son literalmente. El Museo de Geología, enclavado en la esquina de Jaime Torres Bodet y Dr. Atl, en la colonia Santa María la Ribera, es ambas cosas. Desde afuera ya se siente otro ritmo: su arquitectura porfiriana, el remate neoclásico, los vitrales, los herrajes originales y esa escalinata de mármol que parece salida de una película de época.
Pero el verdadero viaje empieza al entrar: aquí las piedras no son solo piedras, son memorias condensadas de un planeta en constante transformación. Desde 1906, este lugar ha resguardado y mostrado al público uno de los acervos geológicos más importantes del país. Y aunque fue concebido originalmente como sede del Instituto Geológico Nacional, con el tiempo se convirtió en un espacio único donde ciencia, historia y belleza coexisten.
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Un edificio que también es museo
Diseñado por el ingeniero catalán Antonio M. Anza, el edificio fue pensado desde su origen como un museo. Y eso se nota. Todo, desde la distribución de las salas hasta los detalles ornamentales, tiene una intención museográfica. El proyecto se gestó a finales del Porfiriato, cuando México estaba en plena fiebre positivista, convencido de que el progreso venía de la ciencia. Por eso, en lugar de un palacio para nobles, aquí se construyó un templo para las rocas, los fósiles y el conocimiento natural.
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Corte de N.O. á S.E. del Geyser de toba caliza, llamada Cuescomate: con desprendimiento intermitente de gas sulfrídico. Descubierto en 1881 por Antonio del Castillo, en los suburbios de Puebla, Rancho de Posada, escala 1: 100, blanco y negro, 59 x 41 cm.
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El edificio tiene un valor patrimonial enorme: conserva carpintería, cancelería y mobiliario original, lo que lo convierte en uno de los museos mejor preservados de su época. Las vitrinas aún tienen ese estilo decimonónico que vuelve todo más misterioso y solemne. Caminar por ahí es como estar dentro de una biblioteca mineral.
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Bosquejo de una Carta Geológica de la República Mexicana (1889). Fuente: Bosquejo de una Carta Geológica de la República Mexicana (1889) elaborado por la Comisión Geológica de México.
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¿Qué hay dentro?
La colección permanente abarca una enorme variedad de minerales, fósiles, meteoritos y maquetas que explican la historia geológica de México y del mundo. Una de las piezas más queridas (y fotografiadas) es el esqueleto de un mamut de Ecatepec, que recibe a los visitantes con toda su imponente osamenta. También hay cráneos de gliptodontes, amonites, maderas fósiles y una muestra fascinante de minerales que parecen obras de arte.
Una de las salas más bonitas es la que exhibe la colección paleontológica, donde se puede ver el paso del tiempo convertido en hueso, en piedra, en polvo. Además, el museo organiza visitas guiadas, talleres y actividades para niñxs y adultos, lo que lo mantiene activo, vivo, en diálogo constante con su comunidad.
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A veces, para entender hacia dónde vamos, hay que mirar hacia abajo. No como gesto de resignación, sino de asombro. Porque bajo el concreto, las banquetas y el ruido, la tierra guarda historias que nos anteceden por millones de años. En una ciudad que siempre mira hacia arriba, hacia lo nuevo, lo rápido, lo inmediato, hay un lugar que nos invita a lo contrario: a detenernos, bajar la mirada y contemplar lo que se forma lento.
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Un refugio para volver al origen
En tiempos de inmediatez, el Museo de Geología propone otra velocidad. Una que recuerda que todo lo que somos, la ciudad, los edificios, el cuerpo mismo, viene de procesos geológicos: erupciones, erosión, presión, tiempo. Entrar ahí es reconectar con esa fuerza que opera por debajo de lo visible y que, sin embargo, sostiene todo.