Antes que escritor, Juan Rulfo fue un observador. En sus fotos, igual que en sus cuentos, hay silencio, polvo, muerte, pero también ternura, paciencia y una belleza rota que solo se ve cuando uno aprende a esperar. Su obra fotográfica, por mucho tiempo oculta y hoy cada vez más valorada, retrata un México profundo, de rostros recios y paisajes devastados, con una fuerza emocional que duele y conmueve por igual.
Aunque lo conocemos sobre todo por Pedro Páramo y El llano en llamas, su archivo fotográfico ofrece otra manera de leer el país. Es un registro visual sin concesiones ni filtros, que muestra cómo vivían, y cómo siguen viviendo, muchas comunidades fuera de foco: la ruralidad, la sequía, la espera, la fe.
Hoy celebramos el cumpleaños de Juan Rulfo y para festejar, queremos hablar un poco de esta etapa suya como fotógrafo.
El ojo que caminó el país
Rulfo comenzó a tomar fotos a finales de los años treinta, pero fue en los cuarenta y cincuenta, cuando trabajaba para instituciones como el Instituto Nacional Indigenista y la Comisión del Río Papaloapan, que tuvo acceso a regiones apartadas del país. Viajaba a pie, en tren o en burro, con su cámara de medio formato —una Rolleiflex— colgada al pecho. En esos trayectos, entre encuadres y pausas, tomó más de seis mil fotografías.
Los retratos que capturó no son documentos etnográficos. Son fragmentos emocionales. Su encuadre no exalta la miseria, ni busca exotizar. Más bien muestra lo que está ahí con una crudeza sin énfasis, casi con pudor. Mujeres cubriéndose el rostro, niños descalzos frente a iglesias vacías, hombres dormidos bajo el sol, calles polvorientas sin horizonte.
Hay algo en esas fotos que se siente muy cercano a la Ciudad de México actual, sobre todo si una parte de ti todavía va a Mixcalco, a la Merced, a los mercados de la periferia, o camina por calles donde la modernidad parece no haber llegado. Rulfo es ese México que seguimos viendo de reojo.
Un archivo silencioso pero vivo
Durante mucho tiempo, su trabajo como fotógrafo fue desconocido. No fue sino hasta 1980, con una exposición en Bellas Artes y la publicación del libro Juan Rulfo: fotógrafo (editado por Juan Carlos Rulfo y Andrew Dempsey), que su mirada empezó a ocupar el lugar que merecía. Desde entonces, ha habido varias exposiciones importantes: en el Museo Amparo, el MAF, el Tamayo, el Centro de la Imagen y hasta en París o Nueva York.
En la Ciudad de México, sus imágenes han circulado de forma esporádica pero intensa. En 2023, el Museo Archivo de la Fotografía mostró una selección de sus fotografías menos conocidas: retratos de mujeres mixes, nahuas y popolucas, de pueblos fantasmas, de ruinas sin turistas. También el Museo Tamayo lo ha incluido en exposiciones colectivas sobre paisaje mexicano, y el Museo de Arte Moderno lo ha mostrado como parte de sus acervos documentales.
Muchos de sus negativos, cartas y documentos los resguarda la Fundación Juan Rulfo, que también administra los derechos de su obra literaria. No es una fundación abierta al público, pero ha permitido que editoriales como RM publiquen libros como 100 fotografías de Juan Rulfo, Los murmullos y Tríptico para un silencio. Todas esas publicaciones, bellamente editadas, se consiguen en librerías como Casa Bosques, el Péndulo o en algunas ferias de editoriales independientes.
La otra narrativa de México
En tiempos de imágenes saturadas y registros banales, volver a las fotografías de Rulfo es un acto de atención. Nada en ellas es inmediato. Exigen pausa, y por eso conmueven. Revelan un México que no desapareció: que fue desplazado, ignorado, vuelto paisaje secundario. Pero sigue ahí. En el campo, en los márgenes, en las miradas que se sostienen con fuerza aunque ya no haya esperanza.
Rulfo escribió ese país con palabras, pero también lo iluminó con su lente. Y aunque pocas veces podemos ver sus fotos colgadas en un museo, cada imagen suya que reaparece nos recuerda que también fuimos (y seguimos siendo) eso: tierra seca, sombra, dignidad.