El apellido es una de las primeras marcas de identidad que nos asignan, pero en el caso de las mujeres, casi nunca les ha pertenecido del todo. Piensa en esto: tu primer apellido es el de tu padre, que a su vez era el de su padre, y el segundo, el de tu madre… que también era el de su padre. Así, generación tras generación, los nombres familiares han seguido la línea masculina, borrando de la historia oficial los apellidos maternos. No hay rastros de las mujeres en la genealogía más allá de su rol de hijas o esposas.

La palabra “apellido” proviene del verbo latino appellare, que significa “llamar” o “nombrar”. En muchas culturas, los apellidos se originaron para identificar a las personas según su ascendencia, profesión, características físicas o lugar de origen. Por ejemplo, en el mundo hispano, es común encontrar apellidos patronímicos que terminan en “-ez”, como “Hernández”, que significa “hijo de Hernán”.

Tradicionalmente, en muchas sociedades, los apellidos se transmiten por línea paterna, lo que refuerza la figura masculina como eje central de la identidad familiar. Esta práctica ha contribuido a la invisibilización de la línea materna en la genealogía y, por ende, en la identidad de las mujeres.

Esto no es una coincidencia ni un detalle menor. Durante siglos, las mujeres no fueron consideradas sujetos con derechos plenos, sino parte del patrimonio de una familia. En México, aunque las mujeres no pierden su apellido al casarse, la tradición imponía que lo cambiaran en la vida cotidiana, añadiendo la famosa preposición “de” antes del apellido del esposo.

En México, durante la época colonial, las mujeres mantenían sus apellidos de solteras después del matrimonio. Sin embargo, con la llegada del periodo republicano, se adoptó la costumbre de que las mujeres añadieran el apellido del esposo precedido por la preposición “de”, indicando una pertenencia o asociación marital. Este cambio reflejó una transformación sociocultural que reforzaba la identidad de la mujer en función de su relación con el hombre.

En diversos países, la práctica de cambiar el apellido al casarse sigue siendo común. Por ejemplo, en Estados Unidos, aunque no es un requisito legal, muchas mujeres optan por adoptar el apellido de su esposo, una tradición que algunos consideran una reminiscencia de tiempos en los que la mujer era vista como propiedad del hombre. No obstante, entre el 20% y el 30% de las mujeres eligen mantener su apellido de soltera, reflejando una creciente conciencia sobre la identidad personal y la igualdad de género.

La cuestión del apellido trasciende lo nominal; toca aspectos profundos de la identidad, la autonomía y la igualdad de género. La tradición de adoptar el apellido del esposo puede interpretarse como una continuación de estructuras patriarcales que subordinan la identidad femenina a la masculina. Por ello, es fundamental cuestionar estas prácticas y considerar alternativas que reconozcan la individualidad y la historia de las mujeres. Quizá el siguiente paso sea inventar un apellido propio, elegir uno que realmente represente la historia de cada quien. O, al menos, empezar a cuestionar por qué los nombres que llevamos nunca han sido realmente nuestros.