Palacios, sobre ellos se ha escrito suficiente. ¿Banquetes? ¿Cuán conocidos son los fogones y biombos de Motecuhzoma Xocoyotzin? Las “gallinas” tiernas que aderezadas en chiles y jitomates que serían un día reemplazadas por el goulash del emperador Maximiliano y travestidas en Poulet à la Celini en la mesa del General Díaz. Acompáñenme en esta modesta guía local de los banquetes del poder cuyos sabores y aromas rigieron en distintos momentos a la ciudad de México.
Tortillas y gallinas con Motecuhzoma II
El emperador adivino que presagió el fin de su mundo no era averso al buen comer. Cabe describir lo fastuosos que eran sus banquetes: más de treinta guisos eran presentados en braseros individuales que mantenían los alimentos calientes. Torquemada describe cómo los moles de “gallina”, “gallos de papada”, faisanes, perdices, codornices, patos de criadero y silvestres, venados, palomas, liebres y conejos se confundían con aquellos guisos de carne humana procedente de los sacrificios.
Para acompañar los guisos, dos doncellas vestidas de algodón blanco traían incesantemente tortillas recién hechas, envueltas en blanco algodón como el blanco de los manteles sobre los que comía el emperador mexica. La vajilla de mole rojo y negro de Cholula contrastaba con la mantelería y las doradas tazas en las que se servía el espumoso chocolate del Xoconusco brillaban ante el aromático fuego de leña de los fogones. Para rematar la paleta de colores se servirían en tonos variados como las plumas de las aves frutas importadas de todos los rincones del imperio de Motecuhzoma.
Además de la comida y el servicio de mesa, el emperador se atenía a un estricto código de etiqueta aprendido en el calmecac, escuela reservada a las castas más altas. Primeramente se lavaría las manos y los pies y ofrecería agua a sus invitados para que hicieran lo mismo. En segunda instancia comería muy poco y con recato, tomando meras mordidas de las frutas y pequeñas porciones de los guisos que se le presentaban. A la hora de comer sería velado detrás de un biombo de manera que pudiese seguir charlando con sus invitados sin cometer la grosería de comer con ellos. Y por último, en un acto de humildad, barrería él mismo el comedor en el que se había servido el banquete. Todo esto a ser considerado con cierta sospecha ya que conocemos estos datos gracias a las crónicas y relaciones de los conquistadores, cuyo sesgo sobra ser mencionado.
El guiño mexicano de la mesa de Carlota y Maximiliano
El Segundo Imperio Mexicano se caracterizó por sus elaboradas comparsas: una teatralidad que justificaba la presencia de los emperadores y comunicaba el abolengo con el que llegaban a regirnos los enviados de Napoleón III. Duró tan poco el intento de imperio que la vajilla que se había comisionado a Christofle en París no alcanzó a llegar antes de que Maximiliano fuera fusilado. Sin embargo cabe mencionar la apertura que tenía Carlota a integrar las tradiciones gastronómicas mexicanas a la mesa del Castillo de Chapultepec.
Si bien Carlota sabía que sería criticada en caso de interferir con los menús de los banquetes de primera categoría, aquellos que debían sudar ranciedad y conservadurismo, se avocó por integrar la cocina y los ingredientes mexicanos en los banquetes de segunda categoría y las comidas cotidianas que se servían en el Castillo. Especialmente destaca la presencia de las tortillas y los frijoles en los menús cotidianos y el uso de los nombres populares de los platillos en los menús.
Maximiliano, enfermizo y de estómago no muy fuerte, prefería evitar las decisiones experimentales que proponía la emperatriz. Se empachó la primera vez que probó el mole y nunca pudo aguantar el pulque. Es sabido que para evitar la indigestión Maximiliano pedía a su cocinero húngaro Tudös que le preparara el platillo nacional de su país: el goulash. Plato que no sería posible sin los pimientos que siglos antes se llevaron de México a Europa. Detalle que tal vez Tudös apreciaba ya que se rumoraba que disfrutaba travestirse como ranchero mexicano con pantalón abierto a media pierna, calzón de encajes y faja roja al cinto.
Las truchas travestis de Don Porfirio
Y ya que estamos abordando el travestismo decimonónico en esta ciudad, cabe mencionar los banquetes ofrecidos por Porfirio Díaz como parte de la celebración del centenario. Si bien se abrieron las finas botellas de Veuve Cliquot para empapar las bolitas de melón que se servían al final de estas cenas y se trajeron espárragos, trufas y hongos franceses enlatados; algunas de las supuestas viandas francesas no eran más que ingredientes locales maquillados de importados.
De esta manera el supuesto Saumon du rhône (salmón del río Rhône) eran en realidad 1,050 truchas salmonadas traídas de Lerma. El ejercicio de repatriación de los animales servidos en los diversos banquetes de Díaz, en su mayoría a cargo del francés Sylvain Dumont, era constante y no discriminaba por nación. El jamón nacional se describía como “americano”, el roastbeef de res mexiquense era servido a la inglesa, la ternera se presentaba à l’italienne y más de una vez el lenguado de nuestras costas fue emplatado “a la holandesa”. La evocación de lo extranjero, específicamente Europeo, apelaba a las élites del México porfiriano y les dotaba del superpoder de dar fe de nacionalidad a cualquier animal del territorio con solamente nombrarlo en los menús que los comensales leían.
La comida y el poder siempre han estado estrechamente ligados. Si bien los distintos regentes cuyas minutas se evocan aquí han tenido distintos objetivos, siempre han hallado la manera de manipular el banquete como sistema de escritura y transmisión de sus ideales. Si pesado es el báculo que dirige a una nación o un imperio, más pesado aún es el tenedor de plata con el que se agasaja el gobernante que convida con su séquito una comida llena de símbolos y reflexiones.
Y aunque hoy en día nos escandaliza la carne humana de los almuerzos de Motecuhzoma, el pulque en la mesa de Carlota o los falsos ultramarinos servidos por Díaz, podemos ver su legado en la complicadísima gastronomía con la que convivimos hoy en día en la Ciudad de México. Ciudad barroca en la que un taco de dentro de la calle de Isabel la Católica, un buen litro de pulque fresco o el estruendo de un corcho de champán importado resuenan con el eco de los regentes que nos heredaron sus gustos y nos hicieron la Ciudad de los Banquetes que somos hoy en día.