La Ciudad de México es un animal que se come a sí mismo. El uróboros que crece sin medida, en tiempo y formas inesperados. Hay ciertos espacios donde de pronto esto es más que evidente, espacios que son manifestaciones mínimas de la ciudad que se devora a sí misma. Esto suele suceder en los puntos más urbanos de la ciudad, esos que no se detienen, como es el cruce de Insurgentes Norte, Circuito y Calzada Vallejo, donde el Monumento a la Raza ha quedado atrapado, casi invisible, entre avenidas importantes, cruces peatonales y transporte público.

monumento a la raza

©Hideki Yukawa.

El Monumento a la Raza es una construcción de 50 metros de altura en forma de pirámide, que se levantó en los años 40 como conmemoración a “la raza”, un concepto que  representaba sin duda algo muy distinto. Por muchos años fue un espacio en que las familias iban a pasar la tarde rodeados de árboles, a contemplar la certeza de una “mexicanidad” que ahora arroja más preguntas que respuestas. O un tema que, como el monumento mismo, ha pasado a otros términos.

monumento a la raza

©Hideki Yukawa.

Ahora visitarlo es hazaña casi imposible. La única forma de acceder es desde unas escaleras que salen de un larguísimo puente peatonal -que llega al Hospital La Raza. Pero que además uno no sabe si al llegar se encontrará con la reja cerrada. Los horarios de acceso son confusos.

monumento a la raza

©Hideki Yukawa.

Sin embargo, si se está por el rumbo, vale la pena asomarse desde el puente. La ciudad crece y entre más lo hace, más se desconoce y come a sí misma. Quizás como un ciclo inevitable para recrearse a sí misma. Por ello creemos que de vez en cuando es preciso arrojarle algo de luz a estos resquicios de la ciudad. Como un gesto de la  memoria más que de la nostalgia.

monumento a la raza

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