Para los capitalinos el Palacio Nacional es un recinto tan adherido al imaginario colectivo, que muy pocas veces nos detenemos a pensar qué es lo que resguarda detrás de sus majestuosas paredes. Sabemos que ha sido la residencia oficial de virreyes, emperadores y presidentes; que alberga numerosos salones, bibliotecas, despachos y hasta murales de Diego Rivera. Sin embargo, quizás no todos sepan que también guarda un profundo vínculo con la naturaleza, ya que aquí yace el primer Jardín Botánico de la Nueva España, mismo que perdura hasta nuestros días, pero con un nombre diferente: el Jardín de la Emperatriz.

Retrocedamos a la última etapa del imperio azteca, cuando Moctezuma Xocoyotzin reinaba en el lugar. En lo que actualmente es el Palacio Nacional y más allá, mandó a construir sus Casas Reales que, según el propio Hernán Cortés, eran tan “maravillosas, espléndidas y bondadosas”, que en España no tenían igual. Incluso poseía un zoológico y jardín botánico, los cuales procuraba con un estanque cuyas aguas fluían desde Chapultepec. Desafortunadamente, el proceso de conquista arrasó con todas las edificaciones de la ciudad, incluido el magnífico Palacio de Moctezuma. Cortés no tardó en apropiarse del terreno, y fue así como inició el lento pero firme levantamiento de otro palacio, el de los Virreyes.

No sería sino hasta el último tramo del periodo virreinal, que la semilla de Moctezuma volvería a germinar en el Palacio. En 1787 arribó desde Madrid la Real Expedición Botánica, cuya misión era inventariar y exportar los recursos florísticos de la Nueva España, además de fundar el Real Jardín Botánico de la Ciudad de México y su respectiva Cátedra. En realidad, el Palacio no fue la primera ni la segunda opción para asentar el Jardín pero, por razones varias, acabó instalándose en una esquina del patio central. Estaba dividido en 24 cuadros, que representaban la clasificación botánica del sueco Carlos Linneo. Llegó a conservar hasta 1,500 ejemplares útiles, entre los que destacaban la salvia, el platanillo, el jazmín, el romero, el lirio, el granadillo, la verbena, la pimpinela, la violeta, la azucena, el cempasúchil, el girasol, la roldana, la trompetilla, el toronjil y la achicoria.

En cuanto a la Cátedra respecta, la institución educó a innumerables personajes, desde médicos y boticarios, hasta intelectuales y curiosos, en la ciencia de las plantas. El catedrático en turno sabía todo sobre las especies endémicas pero, también, cómo aclimatar flores extranjeras para reproducirlas correctamente en el ambiente local. Así mismo, las plantas medicinales tenían un espacio para su cultivo y, de hecho, se distribuían libremente a cualquiera que llegara al Jardín preguntado por ellas.

Por último pero no menos importante, el Real Jardín Botánico cumplió con una tercera función (amén de la enseñanza y el acopio) que prevalece hasta hoy: el simple pero enriquecedor disfrute de la naturaleza ordenada. En él se hallaba una muestra, a disposición de todo aquel interesado en conocerla; integrada por los mayores tesoros del reino vegetal. Constituyó un importante espacio de recreo en el que se reconocieron abiertamente los saberes locales, y participó en la introducción de la ciencia moderna en la región.

Pese a todo lo anterior, según recoge un testimonio de 1840 ofrecido por Madame Calderón de la Barca; el Jardín Botánico reingresó a otro largo ciclo de abandono y descuido, propiciado por los gobiernos postrevolucionarios: “Lo que más nos llamó la atención fue el árbol de las manitas. Nos han dicho que sólo hay tres de estos en la República. Hermosean el jardín sus viejos árboles y la exuberancia de las flores, pero es un ejemplo melancólico del menoscabo de la ciencia en México”.

Ya en la última recta del siglo XX, aferrándose a no morir, el Jardín Botánico de Palacio Nacional recibió otra oportunidad, ahora bajo la gracia del presidente Ernesto Zedillo. Se mandó rehabilitar, se rebautizó como el Jardín de la Emperatriz y es desde entonces que, además de proteger todo tipo de flora, también funciona como el patio de juegos de algunos gatos. Aquel árbol de las manitas (macpalxóchitl), visto hace tanto tiempo atrás por Madame Calderón, resiste obstinado entre los pasillos de una fortaleza, que se niega a cortar de tajo con las raíces que lo anclan al suelo moderno.

De momento, el Jardín de la Emperatriz se encuentra cerrado al público debido a la pandemia, pero en horario regular abre de martes a domingos de 9 a 17 horas, y la entrada es completamente gratuita.