Las escaleras eléctricas de la ciudad son estructuras tan cotidianas que ya las damos por sentados, pero en 1906 era una atracción a la que todos se querían subir. En el Salón Rojo, el primer cine capitalino, la atracción principal no estaba en su cartelera, sino en sus escaleras eléctricas, las primeras en la ciudad y todo un fenómeno cuando las inauguraron. 

El salón rojo estaba en la esquina de Madero y Bolívar, en un edificio que hoy conocemos como Casa Borda. Tenía tres salones de proyección, en cada una había un pianista, no siempre muy afinado, que se encargaba de musicalizar las películas. Además de las salas de cine, en el edificio había habitaciones llenas de espejos curvos que deformaban la imagen de quienes se paraban enfrente, también había una fuente de sodas. Aunque por muchas atracciones que tuviera, muchas personas iban al cine sólo por sus escaleras eléctricas que, según el periodista Alfonso de Ícaza “se veían muy favorecidas por la gente menuda”.

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En su época de esplendor, el Salón Rojo tenía filas de personas ansiosas de conocer sus escaleras.

Otis Elevator Company de Nueva York construyó sus primeras escaleras mecánicas en 1898, las instalaron en los almacenes Harrons y la noticia no tardó mucho en llegar a México. Todos los empresarios querían que en sus negocios hubiera uno de estos aparatos. Después del salón rojo, algunos almacenes del Centro Histórico instalaron escaleras eléctricas, en algunos sólo había de subida o bajada, pero eso no importó, porque la buena reputación que otorgaban estos peldaños autómatas ya estaba dada. De hecho, dicen que todavía hay edificios que conservan sus escaleras –ya sin servicio–, ahora fósiles urbanos que uno encuentra por casualidad.

Así, mientras más cines y escaleras aparecieron en la ciudad, la popularidad del Salón Rojo como sus escaleras, se desvanecieron. Los nuevos dueños del edificio decidieron regresarlo a su esplendor original y desmontaron la estructura casi a escondidas. Nadie sabe cuándo las quitaron o dónde fueron a parar. De hecho, en la Casa Borda hay un bar que guarda recuerdos del primer cine de la ciudad, de un mitin de Francisco I. Madero –cliente asiduo del Salón Rojo– y hasta de un penalti que Hugo Sánchez falló en el mundial de 1968, pero nada sobre las escaleras.

Por esta falta de pruebas, hay quienes creen que las primeras escaleras eléctricas de la ciudad fueron las de Liverpool Centro, que en 1936 fueron anunciadas como “la novedad del año” y “la delicia de chicos y grandes”. Por supuesto, la tienda todavía conserva uno de sus carteles para que no haya duda de que ellos son los pioneros, porque aún 30 años después, las escaleras eléctricas seguían siendo una consigna de la modernidad.

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Hoy, como dice José Alvarado, nuestras escaleras huelen “a trapo mojado y a pasión desvanecida”. Las del metro, ni se diga, se estropean por la humedad y la orina que se filtra a sus mecanismos, pero aún así las queremos porque nos evitan la fatiga y la vida sin ellas es insufrible, tanto que nos enoja cuando no sirve y las buscamos cuando no son evidentes.