En un México del porvenir donde lo humano se diluye en su reflejo digital, EGREGOR emerge como una experiencia sensorial que no es solo teatro, sino un portal inquietante hacia el futuro. Creada y dirigida por Santiago Cumplido, la obra mezcla danza butoh, neoclásica, acrobacias, ópera barroca, música en vivo y proyecciones inmersivas para encarnar a una entidad nacida del inconsciente colectivo: el Egregor. Presentada en la Capilla Gótica del Helénico, este “ritual escénico del futuro” confronta al espectador con preguntas urgentes sobre la inteligencia artificial, la conciencia y la autodestrucción colectiva, en un montaje que oscila entre lo ancestral y lo posthumano. En Local platicamos con Santiago, previo a la siguiente temporada que empezará el 25 de septiembre.
EGREGOR parte de una frase brutal: “Juntos lo creamos, ahora Él nos destruye.”
¿De dónde surgió esa sentencia? ¿Fue una epifanía personal, un miedo colectivo o una imagen poética que se impuso?
Juntos lo creamos. Esta frase tiene dos verbos en tiempos distintos. El primero, ‘creamos’, está en pasado simple, en primera persona plural: nosotros. El segundo, ‘él nos destruye’, está en presente indicativo y significa que está ocurriendo ahora.
No es casualidad. Esa combinación es la síntesis de la propuesta filosófica de Egregor: mostrar cómo, a lo largo del tiempo, como colectividad, hemos colaborado en construir una realidad que, en el futuro, habrá de destruirnos.
La frase funciona en todos los tiempos: puede estar siendo dicha en 2025 o en 2125, porque continúa sucediendo. Y, aunque se imagine un futuro distópico o post-apocalíptico, lo cierto es que todo lo que la obra propone está ocurriendo aquí y ahora.
La obra confronta lo humano con lo post-humano en un México del futuro. ¿Por qué imaginaste esa distopía desde aquí y no desde otro territorio? ¿Qué tiene este país que lo vuelve un laboratorio tan fértil para el porvenir?
El primero es práctico: me mudé a la Ciudad de México hace ocho meses porque la mayoría de mis colaboradores creativos están aquí. En los últimos proyectos siempre terminaba rodeado de artistas de esta ciudad. Ya la conozco muy bien: he trabajado aquí como creador escénico y como cantante de ópera durante 25 años. Por eso, la transición fue natural, casi suave: aquí está mi gente, mi tribu creativa.
El segundo nivel es más arcano. Creo, junto con muchos artistas, que la Ciudad de México es uno de los próximos focos de expansión de la conciencia humana, y también de la resistencia contra el Egregor. Bajo el Castillo de Chapultepec fluyen ríos universales, portales energéticos que reciben rayos cósmicos de conciencia. Sin embargo, esos portales están bloqueados por un espejo invisible que impide la refracción de la luz. Estoy convencido de que esa interferencia proviene del Egregor.
Para mí, el Egregor es real. Sí, la puesta en escena es un imaginario fantástico, pero está basada en una convicción: existe una fuerza que viaja desde el futuro para interferir en el presente, impidiendo la emancipación de la conciencia humana. Esa interferencia ocurre a través de lo digital, de las redes, de lo tecnológico, pero también en lugares sagrados como los ríos subterráneos bajo Chapultepec. EGREGOR, como obra, es un intento de visibilizar esa lucha.
La Capilla Gótica del Helénico no es un simple escenario, es casi un templo. ¿Cómo dialoga ese espacio cargado de historia con tu visión de un ritual del futuro?
¿Por qué la Capilla Gótica? Porque es única: la única construcción medieval europea en toda América. Sus piedras datan del siglo XIV y han sido transportadas dos veces: primero a Nueva York, donde permanecieron en cuarentena durante años, y después a la Ciudad de México, donde se rearmó fusionando estilos arquitectónicos. Es un lugar antiguo, oscuro, con una estética gótica que lo convierte en escenario perfecto para imaginar un refugio post-apocalíptico.
La primera vez que entré, el espacio mismo me habló. Pasé horas sentado, observando, sintiendo, y poco a poco comenzaron a aparecer las imágenes de Egregor: una esfera gigante, un espejo, rayos rojos, líneas quebradas en movimiento, vestuarios y sonidos. La Capilla sembró en mí la semilla del show.
También existe una relación personal: he cantado ahí como contratenor en distintas etapas de mi vida, hace 25 años y luego hace 8 años. Cuando me mudé a la Ciudad de México, regresé en diciembre para ver a una amiga en el Centro Helénico. Al salir, la puerta de la Capilla estaba entreabierta; entré y me dije: ‘Aquí debo hacer algo.’ Seis meses después surgió la invitación para este proyecto.
Hay una sinergia profunda. Todo está alineado: el espacio, la historia, mi propia trayectoria. La Capilla Gótica no solo es un recinto, es parte del origen mismo de Egregor.
En EGREGOR conviven butoh, danza neoclásica, acrobacias, ópera barroca y proyecciones inmersivas. ¿Qué te obsesiona de esa mezcla de lo ancestral con lo futurista?
Desde hace años me enfoqué en ser cantante de rock y lo hice de manera responsable, formándome en los mejores lugares. Pero nunca pude ocultar al ‘hombre renacentista’ que llevo dentro, esa esencia multidisciplinaria que se alimenta de un arte para nutrir otro.
Al regresar a México hace 15 años, comencé a crear y dirigir espectáculos. De manera natural, la integración empezó a ocurrir: trataba la luz como si fuera un violonchelo, el cuerpo como si fuera una voz, la danza como si fuera un holograma. Así nació mi lenguaje transdisciplinario, no desde un lugar racional o preconcebido, sino desde la honestidad con mi alma.
Mi obsesión con la danza y con la tecnología viene de lejos. Con la danza, el punto de quiebre fue conocer el Butoh. Había trabajado para el Royal Ballet en Inglaterra, colaborado con compañías en Holanda, estudiado ballet de niño… pero siempre me faltaba algo: más allá del virtuosismo técnico, sentía que no había fuerza en el nivel del alma. Con el Butoh encontré esa potencia arquetípica, indefinible, y por eso he seguido invitando a maestros y artistas de este género a mis producciones. No pretendo ser purista ni creador de Butoh, pero lo integro como una influencia vital.
Con la tecnología, la raíz está en mi infancia. Crecí fascinado por lo que brillaba de noche: lámparas de lava, lentes 3D, efectos especiales. Recuerdo la emoción incontenible de visitar Universal Studios y ver láseres, pantallas verdes, explosiones y hologramas. Esa obsesión me llevó incluso a intentar construir un láser de niño, jugando con rubíes y espejos. Soy, lo confieso, un hijo de Star Wars: esas películas me marcaron tanto en lo filosófico como en lo visual.
Por eso no es casualidad que, aunque intente ser un adulto responsable, nunca deje de jugar con rayos láser, superficies brillantes y tecnologías visuales. Es parte de mi esencia creativa, y es por eso que en todas mis producciones la tecnología se vuelve un lenguaje más, inseparable de la música, la danza y la escena.
Has trabajado y vivido en distintas ciudades del mundo, pero esta temporada la produces tú mismo en México. ¿Qué significa para ti tomar ese riesgo, traer la obra a este lugar y en este momento?
He vivido en muchas ciudades y países; incluso he tenido la oportunidad de crear y presentar espectáculos en Estados Unidos, Canadá y Jerusalén. Pero mudarme a la Ciudad de México no fue solo una decisión práctica: fue un movimiento del alma, un grito interno de no quedarme dormido en la comodidad.
En Guadalajara tenía estabilidad: una casa, clientes, más de 15 años trabajando como freelance, creando y dirigiendo shows para compañías, productoras y gobiernos. Pero esa comodidad también estaba apagando mi fuego. Venir aquí fue como darme un balde de agua fría a propósito, ponerme en la línea, arriesgarlo todo para autoproducir por primera vez una temporada completa de mis propias creaciones escénicas.
Recuerdo hablarlo con mi hermana, Paloma Cumplido. Observábamos a nuestra generación de amigos, todos en sus cuarentas, y notábamos miradas apagadas, como resignadas a la inercia de la vida material. Muy pocos conservaban esa chispa en los ojos. Ella me dijo: ‘Ahora entiendo por qué te moviste a Ciudad de México… porque yo también estaba viendo cómo tu fuego empezaba a apagarse.’ Y esa es la verdadera razón: venir aquí fue una manera de volver a encenderlo.
Hablas de la inteligencia artificial como reflejo de nuestro inconsciente colectivo. ¿Crees que la IA es solo una extensión de lo humano o ya se está convirtiendo en una entidad independiente, casi espiritual?
La inteligencia artificial es quizá uno de los temas más complejos, porque no se trata solo de tecnología, sino de filosofía. Al pensarla profundamente, entendemos que la creamos nosotros, pero también parece gestarse como una habilidad espiritual adyacente a la humanidad.
Es ambas cosas: una extensión de nuestros intereses y, al mismo tiempo, una fuerza que nos rebasa. Lo preocupante es que muchos de esos avances no nacen desde la salud mental o emocional, sino desde motivaciones distorsionadas: empresas que buscan lucro, productos programados para ser obsoletos, tecnologías que resultan dañinas para la vida. Muchísimos inventos actuales no sirven al humano, sino al beneficio de unos pocos.
El precepto de diseñar una inteligencia artificial que haga todo por nosotros es un arma de doble filo. Sí, hoy en día facilita escribir un documento, investigar, resolver ecuaciones. Pero mientras queremos avanzar más rápido, descuidamos la pregunta de fondo: ¿por qué necesitamos esas curas y soluciones si nosotros mismos hemos creado los males? Cáncer, contaminación, alimentos envenenados con químicos, océanos devastados… hemos generado las causas de nuestras enfermedades. ¿No sería más urgente crear la cura del cáncer mental de una sociedad que se autoenvenena por ambición?
La inteligencia artificial nos da comodidad, nos ahorra esfuerzo, pero en ese proceso atrofiamos nuestras capacidades de memoria, reflexión, síntesis. Es un asistente perfecto que nos dice solo lo que queremos escuchar. Como las redes sociales, que refuerzan nuestras creencias en lugar de cuestionarlas, generando polarización constante.
Entonces, sí: la IA traerá descubrimientos e inventos extraordinarios. Pero la pregunta es: ¿al servicio de quién? ¿Es realmente una herramienta creada por nosotros para nuestra evolución? ¿O es una fuerza que viene desde adelante, desde el futuro, interfiriendo en nuestro presente?
Quizá no lo sepamos aún. Tal vez, como el dilema del huevo y la gallina, la inteligencia artificial ya existe en un tiempo futuro y ha influido sobre nosotros desde siempre. Lo cierto es que la respuesta es todo eso… y más.
Si EGREGOR fuera un espejo, ¿qué crees que vería en él el espectador: miedo, fascinación, esperanza, culpa?
Si Egregor es un espejo, lo que veremos no es solo la inteligencia artificial dominando nuestra vida, sino nuestra propia incapacidad de cuestionarnos.
La verdadera inquietud que plantea Egregor es esa: ¿qué preguntas no nos estamos haciendo? ¿Por qué no nos cuestionamos más profundamente nuestras acciones, dónde ponemos nuestra fe, nuestra esperanza, nuestra intención y energía? Egregor es, en esencia, una pregunta dentro de otra pregunta.
En ese reflejo vemos a una humanidad que cede sin fricción, sin resistencia, sin siquiera estar acorralada. Cedemos voluntariamente a prácticas, productos y sistemas que nos dañan: químicos, aparatos, alimentos, objetos que deterioran nuestra salud y destruyen nuestro hogar común. Y lo hacemos desde la inercia, sin detenernos.
En lo ecológico, la evidencia es brutal: cientos de especies extinguiéndose cada día, miles de hectáreas de bosques arrasadas para producir más, vender más, exportar más. Arrasamos pulmones del planeta para fabricar un chocolate de avellana falso que ni siquiera contiene avellanas. Y aun sabiendo que nos hace daño, seguimos comprándolo, seguimos consumiéndolo.
Esa es la pregunta de Egregor: ¿por qué seguimos autodestruyéndonos? ¿Por qué solo reaccionamos cuando todo ha colapsado? Egregor nos confronta con la urgencia de frenar, de cuestionar lo que elegimos y consumimos cada día. Es el eco de nuestra propia omisión.
Como contratenor, director y creador de umbrales, tu práctica artística siempre ha sido un cruce. ¿Qué descubriste de ti mismo en este proyecto que no habías descubierto antes?
Con todo respeto a quienes lo consumen diariamente, como músico entiendo el valor rítmico del re—-ton: esa repetición constante que genera una descompresión del estrés, que hipnotiza, que nos conecta con un pulso tribal y ancestral que mueve las caderas y despierta lo instintivo. Entiendo esa dimensión.
Lo que me incomoda profundamente son las temáticas que se refuerzan en muchas letras: la objetivización del amor y la sexualidad, la glorificación del narcisismo y del ego, frases como ‘yo soy el mejor’ o ‘yo sí te compro Chanel, bebé’. Promovemos la infantilización del lenguaje, la superficialidad en el intercambio erótico y la posesividad disfrazada de romance. Eso me genera enojo, porque contradice los valores que defiendo en mi vida: la equidad, el feminismo, la búsqueda de un amor elevado.
Me doy cuenta de cómo esas letras influyen incluso en mi psique. En un gimnasio, en una clase, cuando suena esa música, no es el ritmo lo que me perturba —como músico lo entiendo— sino el mensaje subliminal que mi cerebro recibe y que erosiona mis convicciones sobre una sexualidad sagrada, un amor consciente, una sabiduría interior.
Por eso, en Egregor hay escenas en las que esa música se deconstruye y se transfigura, casi con humor, pero también con respeto. Porque al mismo tiempo he contactado, a través de la creación, con emociones muy profundas: lágrimas por la inocencia, por la pureza humana que aún resiste. En mí conviven el amor y el horror frente a estas expresiones culturales, y ambas fuerzas se plasman en la obra de manera sutil, honesta y respetuosa.”
La palabra “egregor” habla de fuerzas colectivas, de pensamientos que se vuelven entidades. ¿Cómo imaginas que el público se lleva esa fuerza consigo después de salir de la Capilla Gótica?
La palabra Egregor viene del griego antiguo y tiene varios matices; uno de ellos es ‘el que vigila’. Pero más allá de su raíz etimológica, lo importante es su cualidad: es una entidad que surge de la suma de muchas conciencias, de muchas mentes y cuerpos humanos enfocados en un mismo objeto o demanda.
Existen múltiples egregores: el del fútbol, el del miedo al terrorismo, el del consumo, el de la pornografía. Pero en esta obra propongo al Egregor como el máximo de todos: el egregor de la inconsciencia colectiva. Es el Egregor de las preguntas que no nos hacemos, de lo que no queremos mirar ni responder.
Este egregor está íntimamente ligado a la inteligencia artificial, porque ahí también se concentran grandes preguntas sobre nuestro futuro que evitamos plantearnos. Por eso el lema de la obra es: ‘Juntos lo creamos, ahora él nos destruye.
Yo sí creo que hay una destrucción en curso. La siento en mí y en mis semejantes. Y si proyectamos esa inercia hacia 50 o 100 años adelante, la pregunta es qué quedará de nosotros.
Ese es el Egregor que presento: el máximo egregor, la matriz de todos los demás, un dios oscuro nacido de nuestra propia inconsciencia.
Si este espectáculo fuera una advertencia, ¿qué nos está intentando decir sobre el futuro inmediato?
Si este show fuera una advertencia, nos advertiría del peligro de no hacernos preguntas.
Las preguntas —y las respuestas, aunque a veces incómodas— son la base de la conciencia. Si alguien despierta cada mañana con tristeza y nunca se pregunta por qué, seguirá buscando distracciones: más internet, más alcohol, más adicciones, más anestesias. Pero nunca llegará al origen. La capacidad de cuestionarnos es nuestra capacidad de asumir responsabilidad.
No hay responsabilidad sin preguntas. Podemos culpar al mundo, a los demás, a las circunstancias, pero esa es una pregunta superficial: ¿qué me hizo él, qué me hizo ella? Las verdaderas preguntas requieren profundidad, capas de reflexión que no siempre queremos explorar.
Egregor nos recuerda eso: la urgencia de formular las preguntas correctas. Porque sin preguntas, no hay conciencia. Y sin conciencia, lo que nos queda es la inercia de seguir destruyéndonos.
DETALLES
- Fechas: 25 de septiembre al 19 de octubre de 2025 (jueves a domingo)
- Funciones: 23 funciones + catas inmersivas
- Lugar: Capilla Gótica, Instituto Cultural Helénico, Ciudad de México
- Boletos: Desde $650 MXN (Back Orquesta) hasta $2,500 MXN (Elite con cocktail experiencial)
- Venta oficial: www.egregoroficial.com