Cerca del límite sur de la colonia Roma, se levanta una obra arquitectónica que por más de un siglo ha representado una de las visiones más ambiciosas de la educación pública en México. El Centro Escolar Benito Juárez, diseñado por el arquitecto Carlos Obregón Santacilia e impulsado por el entonces Secretario de Educación Pública, José Vasconcelos —quien también promovió la pintura mural como proyecto artístico nacional— , fue concebido para materializar el nuevo proyecto de nación surgido tras la Revolución.

Tras el conflicto armado y la redefinición del Estado mexicano, el país enfrentaba un reto monumental: reconstruirse no sólo en términos políticos y económicos, sino también educativos y culturales. La infraestructura educativa heredada de Porfirio Díaz era insuficiente y profundamente excluyente, y en este contexto las reformas vasconcelistas apostaron por el acceso universal a la educación básica y por el fortalecimiento simbólico de la figura docente. No es casual que tan solo unos años antes, en 1917, se estableciera oficialmente el 15 de mayo como el Día del Maestro.

Nuevas escuelas para un nuevo país

Interesado en la conformación de una identidad nacional que pudiera conciliar el mestizaje con el arte y la historia, Vasconcelos ideó el programa de las “escuelas tipo” , modelos replicables en diferentes regiones del país que dotaban a los centros educativos de diferentes funciones cívicas. La primera de ellas fue el Centro Escolar Belisario Domínguez -construida a un costado del Panteón de San Fernando en la colonia Guerrero-, pero su versión más ambiciosa —en escala, complejidad y carga simbólica— fue el Centro Escolar Benito Juárez. Como en las leyendas escolares, ésta se construyó en los terrenos que antes ocuparon la iglesia y el cementerio de La Piedad.

Litografía de Rivera Cambas

Vasconcelos promovía una visión de la arquitectura que los profesionales más jóvenes consideraban caduca e igual de autocomplaciente que lo realizado durante el porfiriato. Ignorando los preceptos funcionalistas, su ideología personal reconocía en el pasado colonial las herramientas pedagógicas más eficaces, equiparando así la educación pública con un proceso similar al de la evangelización. Así, el diseño de Obregón Santacilia retomó materiales como la cantera y el tabique, la distribución mediante patios, y una austeridad volumétrica que pretendía conciliar las necesidades modernas y funcionales con el espíritu heredado de la conquista.

El conjunto no solo albergó una escuela primaria, sino también dos gimnasios, una alberca y una de las bibliotecas escolares más importantes de su tiempo. Esta última fue concebida como un espacio fundamental, y por ello le comisionó al pintor Roberto Montenegro -quien ya había realizado los primeros murales de la posrevolución en un espacio religioso convertido en sede administrativa de la SEP- la ejecución de dos obras monumentales. La importancia de la biblioteca así como las intenciones del diseño las resumió Juan O’Gorman, quien trabajó en el despacho de Santcailia en aquel momento:

“La escuela Benito Juárez es uno de los ejemplos en que la biblioteca remeda una iglesia y a sus lados los dos patios grandes con las aulas de las clases y corredores dan la impresión de ser dos conventos antiguos, anexos a la iglesia.”

Murales literarios

A diferencia de otros proyectos muralistas -como los que se desarrollaban en el Antiguo Colegio de San Ildefonso-, los del Centro Escolar Benito Juárez tenían un sentido mayormente lúdico y decorativo. Pensados para los y las niñas, sus temas podían encontrarse entre las páginas de los libros circundantes, y su ubicación -que los contrapone de manera frontal-, conforma un espacio en el que conviven la historia nacional y la literatura universal.

En el ala poniente se encuentra La historia, un mural que representa una visión vasconcelista del devenir de México. La composición se divide claramente en dos partes: a la izquierda, el pasado indígena y colonial, con la presencia de una pieza arqueológica que remite a la producción zapoteca, una carabela y las figuras de Sor Juana Inés de la Cruz y Carlos de Sigüenza y Góngora, entre otros; a la derecha, el México moderno, industrial y urbano, representado por obreros, fábricas y una familia trabajadora. Al centro, una figura alegórica femenina carga un martillo y una hoz, y la protege un ser doblemente alado al que sobrevuelan un aeroplano que apunta hacia el progreso técnico.

En el lado oriente, el mural La lámpara de Aladino toma un rumbo distinto. Inspirado en el célebre cuento de Las mil y una noches, su estilo orientalista, lleno de fantasía y de personajes exóticos contrasta con el mensaje histórico de la composición opuesta. Se trata de una escena altamente policromada y narrativa, pensada quizás más para el goce emocional que como vehículo de formación cívica, pero que forma parte del mismo espíritu educativo.

El espacio como manifiesto político

Más allá de su función escolar, el Centro Escolar Benito Juárez fue desde el inicio una pieza clave en un proyecto mucho más amplio: el de formar ciudadanía a través de la experiencia estética y espacial. Su diseño, su localización en una colonia en crecimiento, su apertura al público y la integración del arte como parte cotidiana de la enseñanza lo convierten en un ejemplo temprano de la utilización de la arquitectura posrevolucionaria como herramienta pedagógica, al mismo tiempo de evidencia de que el Estado era capaz de ofrecer espacios dignos para el aprendizaje y la convivencia.

Un siglo después de su inauguración, el Centro Escolar Benito Juárez continúa en funciones. Objeto de diferentes restauraciones y adecuaciones -por su ubicación tuvo afectaciones considerables tras el sismo de 1985-, la prueba más tangible de su importancia no reside en su catalogación patrimonial o en su propósito como objeto de estudio académico, sino en el uso de de sus aulas, los juegos inventados en sus patios y los momentos de descubrimiento en la biblioteca que experimentan, de forma cotidiana, los docentes e infantes que día con día la habitan.