Cuenta la historia que, desde tiempos prehispánicos, el área que ocupa el barrio de la Lagunilla era un mercado: un espacio destinado al comercio. Quizá lo único que ha cambiado son las mercancías que allí se ofertan, pues comenzó como un lugar de compra y venta de artículos de uso diario, muy diferentes a las antigüedades, ropa de paca y micheladas por las que últimamente ha ganado popularidad entre los capitalinos más jóvenes.

Los inicios de la Lagunilla

Como su nombre lo indica, la zona era una pequeña laguna que funcionaba como embarcadero. Ahí llegaban las canoas, repletas de productos que serían vendidos en el mercado de Tlatelolco. Por ahí entraban, sobre todo, las mercancías locales: semillas, verduras, flores o diversos animales que cazadores y recolectores encontraban en sus trayectos. También estaban los que llevaban todo para adornar la casa, como maderas finas, telas, pieles, ropa y cesterías, así como aves cantoras o alguna criatura que pudiera servir como mascota.

Diablero en la Lagunilla, foto de Kasper Christensen
Diablero en la Lagunilla, foto de Kasper Christensen

En su Historia verdadera de la conquista de la Nueva España, Bernal Díaz del Castillo nos cuenta que también era común ver a esclavos llegar por el rumbo de la Lagunilla. Conocidos como tlacotin, llegaban atados a unas varas largas para evitar que escaparan. Como si se tratasen de una mercancía cualquiera, podían intercambiarse por cacao, telas, animales o comida.

Al sur del lago, justo en la ribera, estaba el barrio de Colhuacatonco, un pequeño conjunto de viviendas cuyos ocupantes tuvieron notoriedad por ser el último cuerpo de resistencia ante los españoles. Debido a que se trataba de una zona pantanosa y llena de lodazales, penetrar hasta allí con el armamento pesado de los conquistadores fue una labor bastante difícil.

Conoce la historia de la Lagunilla, ese espacio destinado a ser mercado

Barrio y mercado de la Nueva España

Una vez consumada la conquista y la desecación del Lago de Texcoco, el barrio obtuvo el nombre por el que todavía lo conocemos. Su carácter mercantil no tardó mucho en salir a flote una vez más. A mediados del siglo XVI, debido al acelerado crecimiento de la Nueva España, se tuvo que fundar un mercado frente a la parroquia de Santa Catarina. Conocida como Plaza Santa Catarina, esta explanada recordaba, sin querer, al extinto mercado de Tlatelolco, un espacio sin más sombra que la que pudieran dar los árboles o los petates, que de vez en vez servían como lonas, y una oferta de productos tan grande como uno se pueda imaginar.

La plaza todavía existe y está rodeada de locales cuya tradición se remonta también a la época de la Nueva España. A unas calles de ahí, en la esquina de República de Chile y Mariana Rodríguez del Toro de Lazarín, se estableció un bordador de apellido Amaya. En 1590, Amaya inició con la tradición de la venta, confección y reparación de vestidos en la Lagunilla. Fue tal su fama que por muchos años la calle de República de Chile fue conocida como Amaya. Este dato lo podemos corroborar en la placa fijada en la esquina del edificio que hoy alberga la tienda Casa Adriana.

La fascinante historia del mercado de la Lagunilla vive en sus edificios

Con la apertura de la Real Fábrica de Tabacos en 1769, la actividad comercial del barrio de la Lagunilla comenzó a incrementar. Para finales del siglo XVIII, la fábrica contaba con poco más de 7 mil empleados que en sus horas de descanso aprovechaban para ir a alguna de las pulquerías que proliferaron gracias a estos trabajadores. Estos negocios fueron propiedad de los condes de Regla y de San Bartolomé de Xala, quienes adquirieron haciendas pulqueras que fueron propiedad de los Jesuitas antes de su expulsión en 1767.

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La Lagunilla hoy

Así podríamos seguir enumerando la infinidad de negocios que se han desarrollado en la Lagunilla, pero es mejor dejar que sus calles hablen por sí solas. La Lagunilla, como todo buen barrio mercantil, cobra vida desde temprano. Aún adormilados, algunos vendedores montan sus puestos mientras esperan su atole y su torta de tamal; otros mueven enormes bloques de hielo al mismo tiempo que sortean a los diableros que lo mismo llevan ropa, cajas o peluches.

Todos estos personajes, quizá sin saberlo, forman parte de una tradición que está ahí desde antes que la ciudad existiera. A nosotros nos gusta pensar que, a pesar del cliché que ahora simboliza una visita a la Lagunilla, esta seguirá reforzándose con el paso de los años.