Cuando queremos maravillarnos con un poco de arquitectura clásica, el pensamiento lógico es ir a caminar al Centro Histórico. Y aunque sí es una de las zonas más antiguas de la capital, resulta que no es la única. Al poniente de la ciudad encontramos San Pedro de los Pinos, un área residencial más bien tranquila, pero con una fuerte identidad basada en el concepto de colonia popular. Método infalible para comprobar cuán larga ha sido su vida – y la de cualquier otro lugar- es la de observar puertas pues, a través de su forjadura, podemos adivinar qué historias tienen para contar. 

La colonia San Pedro de los Pinos es, de hecho, una de las tres más antiguas de toda la ciudad. Estuvo poblada incluso antes de que los mexicas llegaran a la región, por teotihuacanos que adoraban al “Dios de la Serpiente”. Muchos siglos después se convirtió en zona de cultivo y ganadería, y luego en el sitio en donde los ricos tenían sus quintas de verano. La ciudad, inevitablemente, se desparramó por todos lados, haciendo que la colonia se convirtiera en un área residencial. Más tarde vinieron los comercios y la infraestructura que le rodean. 

Tomando en cuenta que su historia se empieza a contar -oficialmente- hace unos quinientos años, podría decirse que San Pedro de los Pinos ha pasado por mucho. Caminando por sus calles, que todo el tiempo dan sombra porque gozan de grandes y frondosos árboles; las paredes mudas facilitan un testigo visual un tanto desordenado, pero que con paciencia puede trazarse de manera cronológica. 

Primero están las ruinas de la Zona Arqueológica de Mixcoac, que es la más pequeña de todo México. Están ubicadas literalmente abajo del periférico y, como ya mencionamos, son muy viejas. También sobreviven algunas piezas de policromo talladas en piedra, clásicas de principios del siglo pasado. Curiosamente, no hay mucho mosaico veneciano a la vista -favorito del D.F. de antes- pero sí vimos algunas pocas paredes revestidas en ladrillo esmaltado, propio del movimiento moderno de los 40-60. También encontramos algunas cuantas fachadas cubiertas de azulejo, aunque no parecían ser ejemplares del neoclásico. Más bien son reinterpretaciones contemporáneas que se unen a algunas torres de apartamentos, representantes de la nueva arquitectura capitalina.  

Además de la propuesta habitacional, hay otros lugares públicos que hacen de San Pedro de los Pinos una colonia vibrante. Están los legendarios Parque Miraflores y Parque Pombo, punto de encuentro de todos los locatarios. El primero es muy silencioso y pequeño. Encuentras a algún vecino paseando al perro, uno que otro niño. El Pombo, mientras tanto, es más grande, ruidoso y concurrido. Está frente al mercado de la colonia, un muy bonito ejemplar arquitectónico obra del mismísimo Pedro Ramírez Vázquez. Conserva su clásica techumbre ondulada, pero ahora está revestido en azulejo barnizado. Antes tenía pinturas con motivos acuáticos, pues el sitio  es famoso por sus excelentes mariscos. 

Por último pero no menos importante tenemos al edificio de la actual Secundaria 8 Tomás Garrigue Masaryk, mejor conocida como la Mansión de Amores. Abrió sus puertas en 1933. Primero fue un convento y después se convirtió en escuela. Actualmente es uno de los pocos institutos femeninos que quedan en la ciudad y, por supuesto, le sobreviven muchísimas anécdotas fantasmales. 

Si también eres miembro del club de la contemplación, entonces necesitas ir a caminar por las calles de San Pedro de los Pinos. Llegar y salir de ahí es muy fácil, pues el metro parte por la mitad a la colonia. De cualquier extremo todo queda cerca.