Comencé como algunos a brincar la cuerda a partir del encierro. Su carácter contenido y minimalista lo descubrimos muchos colectivamente como el deporte preciso para hacer en casa. Yo no necesito mucho más que 2 metros cuadrados para brincarla. Es perfecto. 

Algunas mañanas, brincar la cuerda se vuelve un recordatorio de todo lo que tengo que hacer o reacomodar: la tira de hule muerde el polvo que no he barrido y ya ha levantado algunas piezas del parquet maltrecho. Cuido que la cuerda no choque con el techo bajo de mi departamento, ni con el librero de atrás, ni con la chancla que mi perro el Alien me trajo para decirme que quiere ir al baño, ni con la planta a la que ya vi que le está saliendo hongo y no he atendido como merece (igual que a los platos sucios otros días apurados, que me persiguen con su mirada de pequeña ruina cotidiana). 

Otras veces son distintas: uno de los primeros días brincaba inmersa en el ruidito repetitivo y diminuto que provoca la cuerda (y cuyo estado mental podría parecerse mucho a caminar) y entonces me pasó lo que creo que le llaman memoria corporal. Aunque llevaba años, años sin tocar la cuerda, de pronto pude hacer brincos cruzados rapidísimos con una facilidad irreconocible, y fui recordando con lucidez las horas que pasaba con mis amigas haciéndolo. Me situé en la banqueta de la casa de una de ellas. Dos niñas movían la cuerda de cada lado y las demás sacábamos trucos con la tenacidad de un skater, a pesar de una falda calurosísima.

Entonces, ahora, pienso en la cuerda…

Ya no tiene el mismo uso ni relevancia que tenía en los 90, cuando crecí. Sus fines se volvieron prácticos: el fitness, el box (donde la cuerda tiene su propia historia y significado), el cardio como una cosa en sí misma. Ya no es un juego de niñas en la banqueta y la actividad está más cargada de testosterona. Habría que comprobarlo, pero podría asegurar que la cuerda la brincan más los hombres: si uno hace una búsqueda en YouTube, puede ver que la mayoría de los videos son tutoriales presididos por hombres extra musculosos en tirahueso.

La palabra “tirahueso” no sé de dónde venga, pero su sinónimo “calotera” (que se usa en el norte para designar estas camisetas sin mangas) significa: estafador, ladrón, tramposo, fraudulento. En inglés (y como muchos le llaman en México) es wife beater, esposo golpeador. Los estereotipos son duros, pero no gratuitos… Sé que existe otra palabra para describirlas pero no la recuerdo. Me la dijo un amigo que la traía puesta en un rave, cuando todavía íbamos a fiestas, y un amigo suyo le hacía carrilla de que parecía mudancero: los estereotipos también son injustos.

La cuerda se popularizó entre las mujeres cuando la ropa se hizo más ajustada y el pantalón llegó a instalarse debajo de las faldas; entonces ni las faldas (más ajustadas) chocarían con la cuerda, ni los mirones se asomarían entre las faldas. 

A menudo pienso en los skaters, y ahora que pienso en la cuerda, pienso en ellos. Siempre he envidiado la libertad que les permite explorar el terreno urbano, que a su vez van transformando. En el skatepark (y en los parques improvisados como skateparks) los amigos se hacen de todos lados de la ciudad y los valores que allí se arraigan (unos mejores que otros) son definitivos para su vida e identidad. 

Siempre me pareció que los juegos domésticos se quedaban cortos, pero la cuerda, a pesar de no tener desplazamiento y ser un juego contenido, tenía algo de todo eso: además de la diversión, la audacia y la repetición, estaba el desafío a la gravedad.

Esta tira con dos mangos es de una lógica antigua, de guerra, de exilio, de viajes, de conquista. Los chinos y los egipcios ya brincaban la cuerda, pero ‘brincar la cuerda’, como la conocemos hoy, se originó en los Países Bajos. Fueron los colonos holandeses quienes la llevaron en barco a territorios neoyorquinos, en el siglo XVII. Mientras que a los colonos severamente ingleses, brincar la cuerda les parecía una actividad absolutamente ridícula y fueron ellos quienes bautizaron el juego de la doble cuerda como “double dutch”. Los chicos, pero sobre todo las chicas holandesas jugaban a la cuerda frente a sus casas, mientras sus papás trabajaban la tierra o peleaban la tierra para llegar a Dios.

A mitad del siglo XX esta actividad se esparció por los barrios negros de Harlem, Bronx, Brooklyn y Queens. Las banquetas, los playgrounds y las escuelas estaban llenos de niñas brincando al ritmo de rimas rapidísimas. Y al poco tiempo, este juego ya había llegado a muchas ciudades del mundo. Sé que mi mamá brincaba la cuerda cuando era niña; el otro día me estuvo contando sobre las rimas que en sus tiempos cantaban para meterse y salirse de la cuerda, que desde luego eran distintas que las de aquellos barrios y distintas que las nuestras. Más ingenuas.

Pero el principio siempre fue el mismo: un espacio seguro para las niñas. Quizás no es casualidad que hoy, desde mi casa, mi espacio seguro en una pandemia, piense en la cuerda: una de las varias (pero limitadas) formas de vivir las ciudades que todavía no nos pertenecen.

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