Si nombrar nuestro alrededor (árbolesanimales, piedras o cosas) hace que comprendamos el paisaje –y que lo cuidemos, en el mejor de los casos–, apodarlo nos confiere intimidad con él. Mucha de la arquitectura de la ciudad es referencia local gracias a los nombres que los mismos habitantes les hemos inventado y repetido porque nos recuerdan a algo más. Los edificios se han ganado un apodo por ser raros y porque en México como en ninguna otra parte –en la cuna del albur– “los defectos físicos sirven de nombre”, diría Ibargüengoitia.

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El autético dorito: la Torre Virreyes de Teodoro González de León es un edificio en forma de triángulo que mide 121 metros de altura.

También los edificios con apodos suelen estar cargados de otras cuestiones –políticas o sociales–. Acá tenemos “la suavicrema”, cargada de controversias y rabia pública, pues nadie olvida que, en medio de una incipiente “guerra contra el narco” que apenas comenzábamos a asimilar, el gobierno gastó mil 35.88 millones de pesos en construir este monumento a los muertos, que los mexicanos tomamos como monumento a la corrupción.

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Estela de Luz a.k.a “suavicrema”.

Pero sobre todo, los apodos tienen que ver con sus rasgos extraños, incluso feos –material para el chiste. En los noventa llegó a Bosques de las Lomas el primer edificio inteligente de la ciudad: Arcos Bosques, una construcción que consta de dos torres gemelas unidas por un puente. Lo que para sus creadores parecía un arco triunfal (del progreso) de concreto y vidrio templado, a los usuarios les pareció más un pantalón. Tantos años de esta tradición han provocado que “pantalón” sea la primera opción en Google Maps.

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Arcos Bosques a.k.a “pantalón”.

Cerca de ahí, el edificio Calakmul llegó como otro monstruo arquitectónico al que había que domar con el lenguaje. Este cubo con círculos de cristal reticulado en cada cara remite más a una lavadora que a la antigua ciudad maya, en la que está inspirada. No había otra forma de que los oficinistas y estudiantes de alrededor llamaran a esta obra de Agustín Hernández.

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Calakmul a.k.a “la lavadora”.

Entre los edificios-electrodoméstico está también “la licuadora”: la torre AXA, que originalmente era la Torre Mexicana, en Xola 535. El diseño del edificio originalmente simulaba una torre de control de aeropuerto. A partir del terremoto del 85 se le consideró uno de los rascacielos más seguros del mundo junto con la Torre Latino, el vigía de la ciudad.

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Torre AXA a.k.a “la licuadora”.

En el Centro Nacional de las Artes está el Chocorrol”. Este edificio alberga la Escuela Nacional de Arte Teatral y lo construyó Enrique Norten, quien pretendía simular un barco. En él, más que un navío, los usuarios vieron un Chocorrol. A menudo este es confundido con el edificio del comedor de empleados de Televisa Chapultepec. Pero este edificio, atrofiado ya como sólo los edificios de fibra de vidrio –que tanto se usó hace unas décadas–,  tiene otro apodo, más preciso aún: “el mofle”.

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Escuela Nacional de Arte Teatral a.k.a “el Chocorrol”.

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Comedor Televisa Chapultepec a.k.a “el mofle”.

En esta ciudad tan llena de sí misma, de pronto con demasiada realidad, la metáfora es nuestro artilugio. El paisaje urbano es una espiral de significados, pues todos, edificios más arrinconados, menos espectaculares también gozan del apodo. Como el querido Pabellón de Rayos Cósmicos de la UNAM, a.k.a “la muela”. O el Frankestein arquitectónico de la ciudad: un “adorable monstruo” que sobrevive en Viaducto, Insurgentes y División del Norte, uno de los cruces más despavoridos de la ciudad.

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El Pabellón de Rayos Cósmicos de la UNAM a.k.a “la muela”.

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