Hay obras que se imponen. Otras, que invitan. Mis manos son mi corazón pertenece a esta segunda estirpe: no busca grandilocuencia, sino tacto; no exige interpretación, la susurra. La pieza de Gabriel Orozco, una escultura en arcilla y dos fotografías tomadas en 1991. no necesita más que el cuerpo del artista, sus manos y el gesto más elemental del afecto: sostener algo con cuidado.

La obra es sencilla en apariencia: Orozco toma un trozo de barro fresco, lo aprieta con ambas manos, y al abrirlas, el material ha tomado una forma parecida a un corazón. No anatómico, no perfecto, sino un corazón hecho con lo que hay, con lo que se tiene a mano. Y esa es ya una declaración de principios.

Cuando uno se enfrenta a Mis manos son mi corazón, lo primero que percibes no es una escultura sino una huella. La forma del corazón no es tallada ni construida: es la consecuencia de un gesto. No hay intervención externa, solo la presión de las palmas, la fuerza exacta de los dedos, el peso del propio cuerpo sobre la materia blanda. Lo que vemos es el negativo del artista, la forma que toma el mundo cuando alguien lo toca con intención.

Aquí, el cuerpo no es tema, es herramienta. Orozco no representa sus manos, las usa. La obra no es un homenaje al corazón, sino una puesta en acto: mis manos hacen, mis manos sienten, mis manos son.

Se ha dicho que esta obra es un autorretrato. No por lo que muestra, sino por lo que deja ver: el vínculo directo entre cuerpo y creación, sin intermediarios. En tiempos donde el arte conceptual parecía desplazado hacia lo cerebral, lo institucional o lo digital, Orozco aparece con una pieza casi prehistórica. Una escultura hecha con las manos, sin molde, sin herramientas, sin intención de permanencia.

Porque el barro no es bronce, ni mármol. No busca durar, no quiere volverse monumento. Esa fragilidad es parte de la obra: Mis manos son mi corazón es también una reflexión sobre lo efímero, sobre lo que se deforma al secarse, sobre lo que no puede sostenerse por siempre. Como el afecto, como el cuerpo.

En el audio del MoMA, Orozco habla de la pieza sin pretensión: dice que encontró el barro en una fábrica de ladrillos en Cholula, que hizo la escultura casi como un juego. Pero si algo enseña su práctica es que en el juego hay una ética, y que el azar también se prepara. No es casualidad que, entre todas las formas posibles que podría haber generado con sus manos, la que eligiera conservar, fotografiar, archivar, mostrar, fuera esa: un corazón.

Tampoco es casualidad que lo haya hecho con sus propias manos, que haya conservado el momento en una imagen fija. Hay algo de testimonio en las dos fotos que acompañan a la escultura: primero, las manos cerradas, conteniendo algo; después, abiertas, revelando el resultado. Como si lo que se mostrara no fuera un objeto, sino un proceso. No el producto, sino el instante en que algo se convierte en algo más.

También podría pensarse como una declaración política. Frente a la racionalidad dominante, frente al mercado del arte que exige espectacularidad, permanencia, escala o escándalo, Orozco responde con un puñado de barro. Y lo que hace con él no es destruir, sino modelar. No impone, sino escucha. A través de un gesto diminuto, casi infantil, construye un símbolo de ternura, de cuidado, de posibilidad.

No hay obra más vulnerable que esta. No porque sea frágil, que lo es, sino porque se atreve a hacer del gesto una forma. A decir, sin ironía: esto soy cuando hago. A confundir el hacer con el sentir. A confiar en que, incluso en un mundo saturado de signos, aún es posible generar emoción a través de la forma más antigua de creación: el contacto entre un cuerpo y una materia.

Mis manos son mi corazón no es solo el título de una obra. Es una poética. Un manifiesto silencioso. Una invitación a pensar que tal vez, si nos atreviéramos a moldear el mundo con las manos abiertas, y no cerradas, algo nuevo podría surgir.