Todo lo que no vemos no significa que no exista. El arte es prueba de ello. En cada forma de expresión –corporal, plástica, sonora– habita un rastro, una huella sensible que hace visible lo invisible. Entiéndase lo invisible como ese inconsciente estético que permite sublimar tanto la sombra como aquella conexión con la espiritualidad que la conciencia humana no logra traducir desde la lógica, la palabra o la objetividad.

De esta manera, los procesos de la vida –nacer, crecer, amar, reproducirse, morir– son cuestionados por los artistas desde la relación afectiva que tienen con el mundo. Esta conexión los lleva a intentar comprender cómo, desde el propio caos interno, es posible materializar un resultado pictórico que solo habita en lo profundo de su psique. 

Interesada en las sesiones de espiritismo, la artista sueca Hilma Af Klint (1862-1944) llevó al límite su producción al pintar en estado de trance, a modo de escritura automática surrealista, dejando de lado el control consciente sobre su proceso creativo. Estos símbolos, aunque no respondan a un lenguaje escrito convencional, conforman su propio sistema de signos: un lenguaje íntimo en el que fusionó prácticas esotéricas y espiritistas, influenciada por las enseñanzas teosóficas de Helena Blavatsky y Rudolf Steiner, para dar forma a sus expresiones abstractas. 

Hilma af Klint entendía la meditación como una fuente de conocimiento revelado por una conciencia superior. Afirmaba no ser ella quien pintaba, sino que recibía información de entidades espirituales que guiaban su mano en sus meditaciones, donde registraba dibujos automáticos. Las visiones que surgían de este estado de trance, impulsadas por su conexión con lo divino y con una dimensión inaccesible desde la conciencia racional, la llevaron a compartir la experiencia con cuatro de sus amigas íntimas. Juntas, en 1986 conformaron De Fem (Las Cinco), un círculo espiritual que practicaba la canalización colectiva y el dibujo como un acto ritual, y estaba integrado por Anna Cassel, Cornelia Cederberg, Sigrid Hedman y Mathilda Nilsson.

En una de sus sesiones en 1906, la artista recibió un mensaje de una entidad superior –Amaliel– que le encomendó producir una serie de pinturas destinadas a revelar las enseñanzas teosóficas, con el fin de que el ser humano pudiera comprender más allá de la lógica. El mensaje transmitía que, al potenciar sus habilidades espirituales, se accede a un conocimiento que trasciende la conciencia que no habita en el plano material. A partir de este suceso, af Klint produjo Las pinturas para el Templo, una serie de 193 obras realizadas a lo largo de aproximadamente diez años (1906-1915), compuesta por figuras geométricas, flores y líneas onduladas que traen al mundo terrenal una realidad perceptible solo desde formas de conciencia no regidas por la lógica. 

Quince años después de concluir Las pinturas para el Templo, Hilma af Klint dejó instrucciones precisas –dictadas, según ella, por la entidad espiritual que la guiaba– sobre cómo debían ser exhibidas estas obras: en un edificio con forma de espiral. Aunque su deseo no se concretó en vida, fue hasta 2019 cuando el Museo Guggenheim de Nueva York –un edificio en espiral diseñado por Frank Lloyd Wright– albergó la exposición Paintings for the Future, materializando de forma simbólica la visión de af Klint. Un espacio donde lo físico y lo metafísico, lo inconsciente y lo divino, convergen en un diálogo que, al ser potenciado, revela otras posibilidades de percepción y conocimiento.