Un 6 de julio, en 1907, nació Magdalena Frida Carmen Kahlo y Calderón: la artista mexicana cuya imagen habita ya no solo el imaginario colectivo, sino también los escaparates del mercado global, desde el mito, marca e ícono del capitalismo visual. Como artista y mujer, encuentro pertinente volver a algo que, más allá de toda representación simbólica, nos concierne a todas de forma inmediata y tangible: el cuerpo.
Pero no cualquier cuerpo, sino un cuerpo enfermo de una mujer que, mediante el arte, percibe el mundo desde el dolor. Un cuerpo que convierte la angustia en lenguaje y que, a través de la pintura, traduce sus pasiones, desencuentros e inquietudes del sufrimiento en forma visible.
En este sentido, más allá de cualquier interés por realizar una producción nacionalista, Frida convirtió la pintura en un acto revolucionario, dado el contexto histórico en el que le tocó vivir. Es decir, el cuerpo que pinta lo hace desde el dolor, como si el propio acto de pintar, a su ritmo, se entrelazara con los límites y posibilidades de su propia corporalidad.
Su pintura, profundamente autobiográfica, le permitió sublimar el dolor de su accidente mientras emprendía, al mismo tiempo, una búsqueda de su identidad a través de las costumbres, creencias y tradiciones culturales de México. De este modo, su obra tendió un puente entre el mundo interior de su psique y el entorno cultural y político del que formaba parte.
Sin embargo, aunque con frecuencia se asocia su estilo con el surrealismo, los autorretratos de Frida Kahlo dicen más de sí misma que de cualquier ensoñación. No se trata únicamente de su historia personal, sino de un reflejo del estado de su alma. El cuerpo, en su obra, hablaba desde la imagen que trascendía sus propios límites.
Una anatomía del ser desde un rostro disociado y fragmentado no solo por el dolor, sino por habitar la diferencia. La diferencia de un cuerpo enfermo que era habitado por una mujer cuya intensidad y sensibilidad representaba el mundo por medio de sus propios ojos.
Frida Kahlo, la artista mexicana que no aceptó el anonimato, escribió su historia como aquella mujer cuya extraña obsesión –lúcida y vital– por la enfermedad y la muerte, demuestra que la experiencia terrenal puede percibirse como un flujo de intensidades corpóreas traducidas en color, erotismo, amor y, por supuesto, miedos propios. Al fin y al cabo, eso también es parte de ser humano.