En una sala de Casa del Lago UNAM, nos encontramos de frente con un universo singular: la mirada inquieta y casi científica de uno de mis artistas favoritos, Andy Warhol. Esta exhibición reúne una selección de obras provenientes de la Colección Luckman de Cal State LA —serigrafías, impresiones en gelatina de plata y una extensa serie de polaroids que el artista produjo entre la segunda mitad de los años setenta y principios de los ochenta— y propone un replanteamiento de lo que entendemos por retrato, intimidad, cultura mediática y vigilia estética.
La cámara como herramienta, espejo y testigo
Warhol no sólo utilizó la cámara como un instrumento de registro, sino como un artefacto, una especie de obturador de la cultura y del tiempo. Desde sus primeros trabajos en publicidad, cuando como ilustrador en Nueva York trasladaba líneas, contornos y sombras de fotografías al papel, hasta su práctica plenamente artística, la imagen fotográfica siempre acompañó su proceso creativo de forma constante.
El hecho mismo de que empleara una cámara Polaroid y, luego, cámaras de formato más tradicional para hacer impresiones en gelatina de plata, nos indica solo un fragmento de la personalidad de Andy: una persona obsesionada con el presente, por capturar la inmediatez, por lo espontáneo.
Warhol dijo alguna vez: “My idea of a good picture is one that’s in focus and of a famous person doing something unfamous”. Esa frase resume bien su tensión entre celebridad y cotidianidad, entre imagen pública y acto privado, entre el glamour mediático y el instante humilde.
De la Polaroid al lienzo, de la intimidad al mito
En la selección que se presenta en la Casa del Lago, las polaroids dan testimonio de una era, pero también de un deseo de perpetuar lo efímero. Warhol retrató a mecenas, amistades, figuras clave la escena cultural de Nueva York; pero más que retratos “oficiales”, se trata de imágenes tomadas en su entorno: la cámara siempre lista, convirtiendo un instante en algo icónico. En efecto, algunas de estas imágenes sirvieron como base para sus retratos serigráficos: primero la instantánea, luego la reproducción, luego el mito.
Las impresiones en gelatina de plata que también se presentan se adentran en otra fijación del artista: lo urbano, lo doméstico, lo que aparece en un escaparate, una sombra que se alarga, una mirada que se aparta. Esta práctica fotográfica revela la obsesión que tenía Warhol por transformar lo cotidiano en sujeto artístico.
El espacio como extensión de la mirada
La disposición museográfica de la exposición no es mera escenografía: el diseño de Sala 4 se plantea como un dispositivo activo. El azul dominante evoca tanto la viveza del pop como un efecto sensorial que envuelve al visitante. Reflejos, estructuras metálicas, disposición vertical de las polaroids remiten al espacio de creación que fue “The Factory”, aquel loft revestido de papel de aluminio donde Warhol instaló su máquina de producción artística, su laboratorio social y su centro de intercambio cultural.
Ese espacio transformado en producción constante se refleja aquí: el recorrido induce una óptica en movimiento, un cambio de ritmo, un modo diferente de ver. No simplemente “ver obras”, sino entrar en una lógica de observación, de vigilancia, de “espejo que nos ve”. Bajo la lente de Warhol, los retratados se convierten en protagonistas efímeros de un escenario colectivo, al mismo tiempo visibles y distantes.
Tienes hasta el 9 de noviembre para visitar esta excepcional exposición que convoca la mirada más atenta, la curiosidad más vital y la reflexión —¿cómo observamos hoy lo que fue observado ayer? ¿Qué significa “ser retratado” en la era de la imagen instantánea? Warhol, con su cámara, sus instantáneas y su serigrafía, nos invita a mirar. A detenernos un momento. A considerar que el instante fugaz puede convertirse en huella.